Chile: hacia un nuevo significante

“La verdadera tarea es imponer un nuevo orden, y este proceso comienza con nuevos significantes”, sostienen los autores de este ensayo filosófico, escrito al calor del triunfo de la opción apruebo en el referendo de 2020, cuando una abrumadora mayoría de los electores chilenos se manifestó a favor de una nueva Constitución. A pocas horas del “plebiscito de salida”, que aprobará o rechazará la propuesta de carta fundamental elaborada por una convención ad hoc, esa afirmación resuena con particular elocuencia.

Por Nicol Barría-Asenjo (*) y Slavoj Žižek (**)

Este trabajo, cuya reproducción fue autorizada por sus autores, se publicó originalmente en inglés en The Philosophical Salon y luego en Jacobin América Latina. También fue incluido en el libro Insurrección popular, Convención Constitucional y triunfo de Gabriel Boric, de Editorial Aún Creemos en los Sueños/Le Monde Diplomatique Chile

Dos acontecimientos que mostraron un destello de esperanza ocurrieron en estos tiempos deprimentes: las elecciones en Bolivia y el referéndum apruebo en Chile (el 25 de octubre de 2020, se pidió a los votantes que eligieran entre aprobar un cambio a la Constitución chilena en dirección a más justicia social y libertades, y rechazar este cambio). En ambos casos, tenemos una rara superposición de democracia “formal” (elecciones libres) con una voluntad popular sustancial.

Bolivia y Chile demostraron que, a pesar de todas las manipulaciones ideológicas, incluso la llamada “democracia burguesa” a veces puede funcionar. Sin embargo, hoy en día la democracia liberal está llegando a sus límites: para funcionar, tiene que ser complementada con… ¿qué?

Algo muy interesante está surgiendo en Francia como una reacción a la desconfanza masiva en las instituciones estatales: un renacimiento de las asambleas ciudadanas locales practicadas por primera vez por los antiguos griegos. Ya en el año 621 a.C., la ecclesia, o asamblea popular de la antigua Atenas, era un foro en el que cualquier ciudadano masculino, independientemente de la clase, podía participar. Ahora, con una crisis económica y social inducida por la pandemia, esta antigua herramienta democrática se está actualizando para el siglo XXI. Pueblos, ciudades y regiones de toda Francia recurren cada vez más a sus ciudadanos para ayudarles a orientarlos hacia un futuro más igualitario.

Estos foros no están organizados por aparatos estatales locales. Son autorganizados por miembros activos de comunidades fuera del Estado e implican un fuerte elemento de oportunidad, de azar. El número de delegados seleccionados aleatoriamente es 150. Encontramos un procedimiento vagamente similar en Chile después de la victoria del referéndum de 2020, donde 155 personas, seleccionadas fuera de las fuerzas políticas institucionales, trabajaron en el borrador de una nueva Constitución.

Después de la victoria, la verdadera lucha

Mark Twain supuestamente dijo: “Si votar hiciera alguna diferencia, no nos dejarían hacerlo”. No hay pruebas de que realmente dijo o escribió esto. El origen más probable de la frase es una columna de 1976 de Robert S. Borden en The Lowell Sun. Escribiendo sobre el sistema electoral estadounidense, Borden señaló: “¿Nuca se les ocurrió a los editores que las actitudes de los 70 millones de los proyectados no votantes pueden ser muy consistentes con la realidad de que el concepto de votar y elegir representantes es básicamente deshonesto y fraudulento? ¡Si votar pudiera cambiar algo, sería ilegal!”.

Sin embargo, esta afrmación se le atribuye a Twain por buenas razones. Refleja realmente su postura: aunque Twain era un defensor del derecho a voto de todos, mujeres incluidas, y pedía a la gente que votara, era profundamente escéptico sobre las maquinaciones que impiden a la mayoría expresar su voluntad. Por lo tanto, uno debe aceptar la tesis citada en principio como universalmente válida, pero basar esta universalidad en una excepción. De vez en cuando, hay elecciones y referendos que sí importan.

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Si bien estas elecciones merecen ser caracterizadas como “democráticas”, son, por lo general, experimentadas como un signo de inestabilidad, como un indicio de que la democracia está en peligro. El golpe contra el régimen de Evo Morales en Bolivia se legitimó como un regreso a la “normalidad” parlamentaria contra el peligro “totalitario” de que Morales aboliera la democracia y transformara a Bolivia en una nueva Cuba o Venezuela. La verdad es que, en la década del reinado de Morales, Bolivia estableció una nueva “normalidad” exitosa, reuniendo la movilización democrática del pueblo y un claro progreso económico. Como señaló su nuevo presidente Luis Arce, ministro de Economía de Morales, entonces los bolivianos disfrutaron de los mejores años de sus vidas.

Fue el golpe contra Morales el que destruyó esta normalidad duramente ganada y trajo un nuevo caos y miseria, de modo que la victoria electoral de Arce significa que Bolivia no tiene que empezar de cero, sino simplemente volver al estado de las cosas antes del golpe.

En Chile la situación es más compleja. Octubre es un mes chileno; el mes en que tienen lugar giros radicales en la historia política del país. Fue el 24 de octubre de 1970 cuando se ratificó la victoria de Salvador Allende. El 18 de octubre de 2019, amplias protestas populares explotaron. Y el 25 de octubre de 2020, la misma fecha de la Revolución de Octubre según el antiguo calendario ruso, tuvo lugar la victoria del apruebo, trayendo consigo la disolución de los signifcantes represivos, construidos sobre la impunidad de los crímenes y violaciones de los derechos humanos. Octubre está profundamente asociado con las rupturas históricas y simbólicas que el pueblo decidió lograr.

Aunque respetaba todas las reglas democráticas formales, Allende aplicaba una serie de medidas que eran percibidas como demasiado “radicales” por la clase dominante, la que, con el apoyo activo de los Estados Unidos, organizó una serie de sabotajes económicos. Cuando esto no disminuyó el apoyo popular a Allende, su gobierno fue derrocado por un golpe militar el 11 de septiembre de 1973.

Después de cuatro años de dictadura cívico-militar, en 1977, la creación de la Constitución Política de Chile fue confiada a la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución, formada por un grupo de 12 personas nombradas por la Junta Militar. El proyecto elaborado por este grupo fue modificado por el Consejo de Estado, también designado por la Junta, y finalmente por el propio General Pinochet. El objetivo de este documento era garantizar la supervivencia del modelo que se estaba aplicando en el país, dejando suspendida la capacidad de libertad futura con respecto a las decisiones económicas que podrían amenazar ese modelo.

Pinochet formuló así su propia normalización “democrática” con la nueva Constitución, que aseguró los privilegios de los ricos dentro de un orden neoliberal. Las protestas que explotaron en octubre de 2019 son una prueba de que la democratización de Pinochet fue falsa, como toda democracia tolerada o incluso promovida por un poder dictatorial. El movimiento por el apruebo, que surgió de estas protestas, se centró sabiamente en cambiar la Constitución: dejó claro a la mayoría de los chilenos que la normalización democrática coordinada por Pinochet era una continuación de su régimen por otros medios. Las fuerzas del dictador permanecieron en el fondo como “estado profundo”, asegurándose de que el juego democrático no se quedara sin control. Ahora que la ilusión de la normalización de Pinochet está rota, Chile no tiene un orden establecido al cual volver, por lo que tendrá que construir cuidadosamente una nueva normalidad, para la cual ni siquiera los gloriosos años de Allende pueden servir realmente como modelo.

Un manifestante durante las protestas de 2019 en Chile. | Nicolás Lazo Jerez para Artefacto

Hay peligros en este camino. La victoria electoral fue solo el comienzo: el verdadero trabajo duro comienza al día siguiente, cuando el entusiasmo ha terminado y la nueva normalidad de un mundo postcapitalista tiene que ser construida pacientemente. En cierto modo, esta lucha será más difícil que las protestas y la campaña para el apruebo. La campaña tenía un enemigo claro y solo necesitaba articular la injusticia y la miseria causada por ese enemigo con los objetivos emancipatorios en una abstracción cómoda: dignidad, justicia social y económica, etc. Ahora, el apruebo tiene que poner en práctica su programa y traducirlo en una serie de medidas concretas. Esto sacará a la luz todas las diferencias internas que se ignoran en la solidaridad extática del pueblo.

Ya están apareciendo amenazas al proceso emancipatorio. Como era de esperar, algunos de la derecha tratan de apropiarse del discurso de la socialdemocracia contra los “extremistas” del apruebo. Dentro de este último movimiento, hay señales de un conflicto entre aquellos que quieren permanecer dentro de la democracia representativa tradicional y aquellos que quieren una movilización social más radical. La salida de este aprieto no es quedarse atascado en aburridos debates “de principios”, sino ponerse a trabajar elaborando y aplicando diferentes proyectos.

“El baile de los que sobran”, el gran éxito del grupo chileno Los Prisioneros, se convirtió en un símbolo musical de los manifestantes que ocupan las calles. Ahora, Chile necesita el trabajo arduo de los que sobran. Si esto no sucede, el antiguo régimen sobrevivirá con una nueva máscara socialdemócrata y la tragedia de 1973 se repetirá como una farsa cínica posmoderna.

Es demasiado arriesgado predecir cómo terminará la lucha. El principal obstáculo no es el legado de Pinochet como tal, sino el legado de la apertura gradual (falsa) de su régimen dictatorial. Especialmente a lo largo de la década de 1990, la sociedad chilena sufrió lo que podríamos llamar una rápida posmodernización: una explosión de hedonismo consumista, permisividad sexual superficial, individualismo competitivo, etc. Los que estaban en el poder se dieron cuenta de que ese espacio social atomizado es mucho más eficaz que la opresión directa del Estado contra proyectos radicales de izquierda que dependen de la solidaridad social. Las clases siguen existiendo “en sí mismas” pero no “por sí mismas”. Veo a otros de mi clase más como competidores que como miembros de un mismo grupo con intereses comunes. La opresión directa del Estado tiende a unir a la oposición y promover formas organizadas de resistencia, mientras que en las sociedades “posmodernas” incluso la insatisfacción extrema asume la forma de revueltas caóticas que pronto se queda sin aliento, incapaces de alcanzar la etapa “leninista” de una fuerza organizada con un programa claro [1].

Lo que da cierta esperanza en Chile son las características específicas de los cambios. Basta con mencionar solo dos.

El primero es el fuerte compromiso político de los psicoanalistas, predominantemente lacanianos, de la izquierda: jugaron un papel importante ya en las protestas que estallaron en octubre de 2019, así como en la organización que condujo a la victoria del apruebo en el referéndum. En segundo lugar, en Chile (como en Bolivia, pero a diferencia de Brasil) el nuevo populismo de derecha no ha logrado capturar la movilización popular, que tiene un claro carácter de izquierda. Surge una pregunta: ¿están conectadas estas dos características?


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Psicoanálisis, ética y política

¿Qué lugar ocupa el psicoanálisis respecto a los cambios sociales radicales? Principalmente uno liberal, “moderado”. Se preocupa por las trampas de un proceso emancipatorio radical. Lacan ofrece un caso ejemplar en este sentido. Demostró claramente que el antagonismo básico de nuestra vida psíquica no es el que existe entre el egoísmo y el altruismo, sino entre el dominio del Bien en todas sus formas y el dominio más allá del principio del placer en todas sus formas (el exceso del amor, de la pulsión de muerte, de la envidia, del deber).

En términos filosóficos, este antagonismo puede ser mejor ejemplificado por los nombres de Aristóteles y Kant. La ética de Aristóteles es la ética del Bien, de la moderación, de la medida adecuada dirigida contra los excesos, mientras que la ética de Kant es la ética del deber incondicional. Nos encomienda a actuar más allá de toda medida adecuada, incluso si nuestros actos conducen a una catástrofe. ¡No es de extrañar que muchos críticos encuentren el rigorismo de Kant demasiado “fanático”, ni que Lacan discerniera en el comando ético incondicional kantiano la primera formulación de su propia ética de fidelidad al propio deseo!

Cualquier ética del Bien es en última instancia una ética de bienes, de algo que puede dividirse, distribuirse e intercambiarse (por otros bienes). Esta es la razón por la que Lacan era profundamente escéptico sobre la noción de justicia distributiva: se mantiene en el nivel de la distribución de bienes y no puede lidiar ni siquiera con la paradoja relativamente simple de la envidia. ¿Qué pasa si prefiero conseguir menos, siempre que mi vecino obtenga incluso menos que yo (y esta conciencia de que mi vecino es aún más deprivado me da un plus de placer)? Es por ello que el igualitarismo en sí mismo nunca debe ser aceptado en el valor nominal: la noción (y la práctica) de justicia igualitaria, en la medida en que está sostenida por la envidia, se basa en la inversión de la renuncia estándar lograda para beneficiar a los demás: “Estoy dispuesto a renunciar a ella ¡para que otros (tampoco) NO (puedan) tenerla!”.

Lejos de oponerse al espíritu de sacrificio, el mal aquí emerge como el mismo espíritu de sacrificio, dispuesto a ignorar el propio bienestar si, por mi sacrificio, puedo privar al otro de su goce. Esto, sin embargo, no funciona como un argumento general contra todos los proyectos de emancipación igualitaria, sino solo contra los proyectos que se centran en la redistribución. Nunca debemos olvidar que la justicia distributiva es una noción de la izquierda liberal o socialdemócrata. Se permanece dentro del orden capitalista de producción como el “único que realmente funciona”; solo se trata de corregir el desequilibrio de la riqueza gravando fuertemente a los ricos. Nuestro objetivo de hoy debería ser más radical, a medida que se está aclarando cada vez más por las crisis en curso (la pandemia Covid-19, el calentamiento global, los incendios forestales y otros) que el orden capitalista global está llegando a su límite y amenaza con arrastrar a toda la humanidad al abismo de la autodestrucción.

Una vez que nos damos cuenta de esto, el cínico conservadurismo liberal defendido por Jacques-Alain Miller ya no funciona. Miller apoya la vieja “sabiduría” conservadora de que, para mantener la estabilidad, uno tiene que respetar y seguir las rutinas establecidas por elección lo que es siempre arbitrario y autoritario. “No hay progresismo que se mantenga”, sino un tipo particular de hedonismo llamado “liberalismo del goce”. Uno tiene que mantener intacta la rutina de la cité, sus leyes y tradiciones, y aceptar que es necesario una especie de oscurantismo para mantener el orden social. “Hay preguntas que uno no debe hacer. Si le pones la espalda a la tortuga social, nunca lograrás ponerla de pie” [2].

No se puede sino señalar que Chile, en la década “permisiva” de los ’90, ofrece un caso perfecto de ese “liberalismo del goce” que mantiene intacta la rutina de la cité. Y, de hecho, Miller detalla sin temor las implicaciones políticas de su noción de psicoanalista que “ocupa la posición de un irónico que se encarga de no intervenir en el campo político. Actúa para que los semblantes permanezcan en su lugar mientras se asegura de que los sujetos bajo su cuidado no los tomen como reales… Uno debería de alguna manera dejarse tomar para permanecer acogido por ellos (engañado por ellos)”. [3]


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En relación a la política, entonces, un psicoanalista “no propone proyectos, no puede proponerlos, solo puede burlarse de los proyectos de otros, lo que limita el alcance de sus declaraciones. El irónico no tiene un gran proyecto, espera a que el otro hable primero y luego produce su caída lo más rápido posible… Digamos que esto es sabiduría política, nada más” [4].

Esto, una vez más, encaja perfectamente con una sociedad posmoderna, donde los que están en el poder tienen cosas más importantes que hacer que “proponer proyectos”. Es la izquierda impotente (o la extrema derecha) la que “propone proyectos”, y los psicoanalistas cínicos están aquí para advertir de los peligros de tales proyectos. Pero, ¿qué hacer cuando la tortuga (de nuestro orden social) ya está de espaldas, tan herida que no hay manera de volver a ponerla de pie?

No hay tiempo para advertencias de no perturbar las apariencias. ¡Las apariencias se están destruyendo a sí mismas! ¿Acaso un autoproclamado cristiano conservador Donald Trump no hizo más para perturbar las apariencias que toda la izquierda que se oponía a él? En esos momentos, cuando el orden social está en desorden, los teóricos psicoanalíticos tienden a promover otro tipo de advertencia: no confíen en los revolucionarios que prometen llevarnos fuera de la catástrofe hacia un nuevo orden más justo.

Esto parece encajar bien con la postura psicoanalítica general según la cual incluso nuestros actos más nobles ocultan una motivación libidinal narcisista y masoquista. Jacqueline Rose recuerda la fantasía de Freud sobre cómo surgió la tiranía cuando la humanidad primitiva fue golpeada por el horror de la Edad de Hielo: “La respuesta del hombre a una restricción tan brutal de su pulsión fue la histeria: los orígenes de la conversión histérica en tiempos modernos en los que la libido es un peligro que hay que subsumir. El hombre también se convirtió en un tirano, otorgándose a sí mismo un dominio desenfrenado como recompensa por su poder para salvaguardar las vidas de muchos: “El lenguaje era magia para él, sus pensamientos le parecían omnipotentes, entendía el mundo según su ego”. Me encanta esto. La tiranía es el compañero silencioso de la catástrofe, como se ha demostrado tan flagrantemente en el comportamiento de los gobernantes de varias naciones en todo el mundo hoy en día” [5].

Aquí, Rose saca una conclusión general: desde la Edad de Hielo hasta las calamidades reales y futuras de hoy (la pandemia, el calentamiento global, el invierno nuclear después de una nueva guerra global), la reacción predominante a la catástrofe es el aumento de la tiranía en una u otra forma. Una calamidad global saca lo peor de la naturaleza humana: “Hoy, en medio de una pandemia aparentemente sin fin, hay llamamientos a nuevas formas de solidaridad en la vida y en la muerte, y a una nueva conciencia política inclusiva. Sin embargo, ¿cómo encontrar un lugar en esta nueva realidad para los aspectos más oscuros del ser humano que, como los girasoles al revés, permanecen en el centro del proyecto inacabado del psicoanálisis? Con la mejor voluntad del mundo, cualquier movimiento que hagamos en esa dirección resulta a largo plazo un gesto vacío” [6].

Si bien hay una verdad sustancial en esta línea de pensamiento, no solo se deben añadir detalles que cuenten una historia diferente (Trump no es una consecuencia de la catástrofe; la pandemia fue más bien la razón principal de su caída), sino revelar otra cara mucho más básica de la moneda. La lección del psicoanálisis no es solo una advertencia contra la ingenuidad emancipadora y sobre las fuerzas destructivas profundas en la naturaleza humana. Las dos guerras mundiales también movilizaron a la izquierda radical y dieron a luz revoluciones: después de la Segunda Guerra Mundial, el estado de bienestar socialdemócrata entró en su edad de oro. Solo recuerden el shock de Churchill, la figura de la autoridad en el Reino Unido que lo llevó a la victoria, perdiendo las elecciones a principios de 1945 y siendo reemplazado por Clement Attlee, un líder mucho menos carismático pero eficaz del Partido Laborista que era, medido por los estándares actuales, muy radical.

El expresidente estadounidense Donald Trump. | Jon Tyson vía Unsplash

¿No es Chile una prueba de cómo la combinación de calamidades (las protestas que comenzaron en octubre de 2019, la Covid-19) puede conducir a una movilización popular extraordinaria? La pandemia, así como la forma en que fue explotada por el Estado para aplastar las protestas populares, fue un factor crucial en el ascenso del apruebo. La frase cliché de que las calamidades traen lo peor y lo mejor de nosotros aquí parece cercana a la verdad.

Freud mismo era plenamente consciente de esto cuando elaboró la compleja interacción entre Yo, Superyó y Ello, a la que se debe añadir el ideal diferente del Yo y la ley moral como diferente del Superyó). Su punto de partida es el extraño fenómeno del “sentimiento inconsciente de culpa”, que “nos plantea nuevos enigmas, en particular a medida que vamos coligiendo que un sentimiento inconsciente de culpa de esa clase desempeña un papel económico decisivo en un gran número de neurosis y levanta los más poderosos obstáculos en el camino de la curación. Si queremos volver a adoptar el punto de vista de nuestra escala de valores, tendríamos que decir: no solo lo más profundo sino también lo más alto en el yo puede ser inconsciente” [7].

O como dice más adelante en el mismo texto: “Si alguien presentara la paradójica proposición de que el hombre normal no solo es mucho más inmoral de lo que cree, sino mucho más moral de lo que sabe, el psicoanálisis, sobre cuyas conclusiones se basa la primera mitad de la afirmación, no tendría ninguna objeción a plantear en contra de la segunda mitad” [8].

No es que el Superyó sea el agente de la moralidad y el Ello el reservorio de la pulsión oscura y “maligna”, pero tampoco es que el Superyó representa la opresión social internalizada y el Ello, la pulsión que debe ser liberada. Freud siempre insistió en el oscuro vínculo oculto entre el Superyó y el Ello: la presión insoportable del Superyó sostenida por la energía del Ello, además de que también podemos ser más morales de lo que sabemos. Imaginen a un individuo típico posmoderno y permisivo que se percibe a sí mismo como un egoísta tolerante que busca todo tipo de placeres. Una mirada más cercana revela rápidamente que su actividad está regulada por tabúes y prohibiciones de las que no tiene idea. Sin embargo, esta moral inconsciente no está limitada a inhibiciones patológicas de las cuales mi Yo no es consciente. También incluye milagros éticos, como la resistencia a cometer un acto que considero inaceptable, incluso si pago el precio fnal de mi negativa.

Piensen en Antígona y recuerden, también, que Lacan, en la lectura de su figura, no hace lo que uno esperaría de un analista (por ejemplo, buscar una fijación patológica o rastros de un deseo incestuoso). Más bien, trata de salvar la pureza ética de su no a Creonte. O piensen en un mandamiento irreprimible que uno siente a hacer algo suicida y heroico: uno lo hace simplemente porque no se puede hacer (arriesgar la vida en protestas públicas, unirse a la resistencia contra una dictadura u ocupación, ayudar a otros en catástrofes naturales).

Aquí, una vez más, uno debe resistir la evidente tentación seudo-psicoanalítica de buscar alguna motivación patológica “más profunda” que explique tales actos. Consideren, por ejemplo, miles de trabajadores de la salud mal pagados que ayudan a los infectados, conscientes de que están arriesgando sus vidas, y voluntarios que ofrecen su ayuda. Son mucho más numerosos que aquellos que se han sometido a tiranos brutales. Esta es también la razón por la que Lacan afirma que el estatus del inconsciente freudiano es ético: para Lacan, la ley moral de Kant es el deseo en su estado más puro.


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La lucha por la hegemonía

Entonces, ¿qué puede decirnos el psicoanálisis sobre la victoria del apruebo en Chile? En lugar de un sondeo pseudo-freudiano en las profundidades inconscientes de una nación, sería productivo comenzar con la noción de Lacan del Significante Amo y aplicarla al espacio de la ideología.

Comencemos con una comparación entre Chile y los Estados Unidos. Una de las malas sorpresas de las elecciones presidenciales estadounidenses fue cuántos votos ganó Trump también fuera de lo que la gente considera su circunscripción, entre negros, latinos e incluso pobres y mujeres, además de cuántos votos ganó Biden entre los viejos blancos que se suponía que votaban en un bloque mucho más grande por Trump. Esta reversión inesperada demuestra que ahora los republicanos son más un partido de clase trabajadora que los demócratas, y que la división casi simétrica 50/50 del cuerpo político estadounidense no refleja directamente una división de clases, sino que es el resultado de toda una serie de mitos y desplazamientos ideológicos.

Los demócratas son mucho más fuertes que los republicanos entre el nuevo capital “digital” (Microsoft, Amazon…) y también son discretamente apoyados por los grandes bancos, mientras que muchos de los empobrecidos de los Estados Unidos apoyan el populismo republicano. El resultado es que en la segunda quincena de noviembre de 2020 pudimos leer informes serios de los medios de comunicación con títulos como este: “¿Puede Trump realmente escenificar un golpe de Estado y permanecer en el cargo para un segundo mandato?” [10]. Antes de la era de Trump, tales títulos estaban reservados para los informes de los llamados estados delincuentes en el Tercer Mundo. Estados Unidos tiene el honor de convertirse en el primer estado delincuente del Primer Mundo.

En marcado contraste con esta división 50/50, el referéndum victorioso del apruebo en Chile obtuvo nada menos que el 78,27% del total de votos contra el rechazo, que obtuvo solo el 21,73%. Lo crucial es que esta enorme brecha de votos es directamente proporcional a la concentración y distribución de riqueza y privilegios, con un grupo mucho más pequeño de la población como parte de la élite (la opción rechazo) y un grupo mayoritario consciente de esta desigualdad e injusticia social (la opción apruebo). Por lo tanto, Chile es único no por alguna particularidad exótica, sino, precisamente, porque hace directamente visible la lucha de clases, que es ofuscada y desplazada en los Estados Unidos y en otros lugares. La singularidad (excepción) de Chile reside en la universalidad misma de su situación.

Pero aquí debemos evitar la ilusión de que la disposición de los votos en Chile fue más “natural”, reflejando fielmente las divisiones de clases predominantes, mientras que en los Estados Unidos el escrutinio electoral está distorsionado por manipulaciones ideológicas. No hay nada natural en la lucha política e ideológica por la hegemonía. Toda hegemonía es el resultado de una lucha cuyo resultado está abierto. La victoria del apruebo en Chile no solo demuestra la ausencia de manipulaciones ideológicas, de modo que la distribución de los votos podría reflejar “fielmente” la división de clases. Ganó gracias a una larga y activa lucha por la hegemonía ideológica.

En este contexto, debemos utilizar la teoría de Ernesto Laclau de la lucha por la hegemonía ideológica, que es en última instancia la lucha por los Significantes Amos: no solo qué Significante Amo predominará, sino también cómo organizará todo el espacio político. [11]


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Tomemos el ejemplo obvio: la ecología, vale decir, la lucha contra el calentamiento global y la contaminación. Con la excepción de los negacionistas, cada vez más raros, casi todo el mundo está de acuerdo en que la crisis ecológica es uno de los temas centrales de hoy, que representa una amenaza para nuestra propia supervivencia. La lucha gira en torno a lo que Laclau llamó “cadena de equivalencias”: ¿a qué otros significantes (temas de lucha ideólogo-política) estará vinculada la ecología? Tenemos ecología estatal (solo un Estado fuerte puede hacer frente al calentamiento global), ecología capitalista (solo mecanismos de mercado, como impuestos más altos sobre los productos que contaminan, son la salida), ecología anticapitalista (la dinámica de la expansión capitalista es la principal causa de nuestra explotación despiadada de la naturaleza), ecología autoritaria (la gente común no puede entender la complejidad de la crisis ecológica; tenemos que confiar en un poder estatal fuerte apoyado por la ciencia), ecología feminista (la causa última de nuestros problemas es el poder social de los hombres, que son más agresivos y explotadores) y ecología conservadora (necesitamos volver a un modo de vida tradicional más equilibrado), entre otras. La lucha por la hegemonía no es solo la lucha por aceptar la ecología como un problema serio, sino mucho más la lucha por lo que significará esta palabra, cómo se vinculará a otras nociones, incluyendo la ciencia, el feminismo y el capitalismo.

La imposición de un nuevo Significante Amo es, por regla general, experimentada como “encontrar el nombre correcto” para lo que estamos tratando de entender. Sin embargo, este acto de “encontrar” es productivo, puesto que establece un nuevo campo simbólico. En Chile, el Significante Amo de las protestas y del movimiento del apruebo es “dignidad”.

Chile no es una excepción: las protestas que han explotando en Turquía, Bielorrusia y Francia evocan regularmente la dignidad. Una vez más, no hay nada específicamente de izquierda o incluso emancipador en la palabra “dignidad”. Si uno se lo preguntara a Pinochet, sin duda celebraría la dignidad, aunque incluyéndola en una “cadena de equivalencias” diferente a lo largo de la línea patriótico-militar: su golpe de Estado de 1973, diría, salvó la dignidad de Chile de una amenaza totalitaria izquierdista.

Para los partidarios del apruebo, la “dignidad” está vinculada a la justicia social que disminuirá la pobreza y fortalecerá la atención sanitaria universal y las libertades personales y sociales garantizadas. Lo mismo ocurre con la “justicia”: Pinochet abogaría por ella, pero su tipo de justicia no es la justicia económica igualitaria. “Justicia” habría significado que todo el mundo, especialmente los de abajo, debe conocer su lugar adecuado.

Una de las razones del triunfo del apruebo fue que ganó la lucha por la hegemonía, de modo que, si ahora se habla de “dignidad” y “justicia” en Chile, significan lo que representan para el apruebo. Por supuesto, esto no implica que las luchas políticas o económicas puedan reducirse a conflictos discursivos. Lo que implica es que el nivel del discurso tiene su propia lógica autónoma, no solo en el sentido de que los intereses económicos no pueden traducirse directamente en un espacio simbólico, sino en un sentido más radical: cómo se perciben los intereses económicos y sociales ya está mediado por procesos discursivos.

Un ejemplo simple: cuando un país se muere de hambre, el hambre es un hecho, pero lo que importa es cómo se experimenta este hecho. ¿Su causa se atribuye a los financistas judíos? ¿Se percibe como un hecho de la naturaleza o como un efecto de explotación de clase? Otro ejemplo: el papel subordinado de las mujeres en sus familias y su exclusión de la vida social se percibe como una injusticia solo después del auge del feminismo. Antes, estar casado con un marido amoroso y bien previsto era considerado una gran suerte. El primer paso del feminismo no es un paso directo hacia la justicia, sino la conciencia de las mujeres de que su situación es injusta. De manera homóloga, los trabajadores no protestan cuando viven en la pobreza; protestan cuando experimentan su pobreza como una injusticia de la cual la clase dominante y el Estado son responsables.

Una de las consignas más frecuentes durante el estallido social de 2019 fue la necesidad de una nueva Constitución para Chile. | Pedro Ugarte / AFP

Aquellos que están dispuestos a descartar estas consideraciones como un paso hacia el “idealismo discursivo” deben recordar cómo Lenin estaba obsesionado con los detalles en los programas políticos, enfatizando que “cada pequeña diferencia puede convertirse en una grande si se insiste en ella” [12] y que una palabra (o su ausencia) en un programa puede cambiar el destino de una revolución. Estas palabras no son grandes ideas programáticas centrales; dependen de una situación concreta. “Toda pregunta ‘corre en un círculo vicioso’ porque la vida política en su conjunto es una cadena interminable que consiste en un número infinito de eslabones. Todo el arte de la política radica en encontrar y tomar tan firme como podamos el eslabón menos probable de ser arrebatado de nuestras manos, el que es más importante en el momento dado, el que más garantiza a su poseedor la posesión de toda la cadena”.

Recuerden que, en 1917, el lema de Lenin no era la “revolución socialista”, sino “la tierra y la paz”, el deseo de las grandes masas de poseer la tierra en la que estaban trabajando y ver el final de la guerra. La historia no es un desarrollo “objetivo”, sino un proceso dialéctico en el que lo que “realmente continúa” está inextricablemente mediado por su simbolización ideológica. Esta es la razón por la que, como Walter Benjamin señaló repetidamente, la historia cambia el pasado, es decir, cambia la forma en que ese pasado está presente hoy, como parte de nuestra memoria histórica.

Imaginemos que la renormalización de Pinochet se mantuvo en su lugar y que las protestas que comenzaron en octubre de 2019 fueron rápidamente reprimidas. Imaginemos además que, en este proceso de falsa normalización, la figura del propio Pinochet fue descartada y su golpe de Estado, condenado. Tal gesto de saldar las cuentas con el pasado habría significado el triunfo final del legado de Pinochet, que habría sobrevivido en la Constitución que funda el orden social existente. Su dictadura se habría reducido a una breve interrupción violenta entre dos períodos de normalidad democrática. Pero esto no sucedió, y lo que ocurrió en Chile entre 2019 y 2020 cambió la historia: una nueva narrativa del pasado se impuso, una narrativa que “desnormalizó” la democracia post Pinochet como continuación de su mandato por medios democráticos.

Hay una expresión maravillosa en serbio: “Ne bije al’ ubija u pojam [no golpea, pero mata en la noción]”. La expresión se refiere a alguien que, en lugar de destruirte con violencia directa, te bombardea con actos que socavan tu autoestima para que termines humillado, privado del núcleo (“noción”) de tu ser. “Matar en una noción” es una expresión espontáneamente hegeliana: describe lo contrario de la destrucción real (de tu realidad empírica), en la que tu “noción” sobrevive de una manera elevada, como matar a un enemigo de tal manera que sobrevive en la mente de miles como héroe. En resumen, describe un gesto anti-Aufhebung: lo que sobrevive es su contingente realidad empírica privada de su noción.

Así es como uno debe proceder con Hitler y el nazismo: no para “sublimarlos” (para deshacerse de sus “excesos” y salvar el núcleo cuerdo del proyecto), sino para matarlos en su noción, para destruir esta misma noción. Es lo mismo con Trump y su legado: la verdadera tarea no es solo derrotarlo, abriendo la posibilidad de que regrese en 2024, sino “matarlo en su noción” para hacerlo visible en toda su vanidad e incoherencia sin valor. Una vez más, en hegeliano: matarlo en su noción significa llevarlo a su noción, es decir, destruirlo inmanentemente, permitirle destruirse a sí mismo con la forma de hacer que aparezca como lo que es.

Para matar un movimiento en su noción, se necesitan nuevos significantes. El ensayo de Gabriel Tupinamba “Vers un signifiant nouveau: our task after Lacan” aborda precisamente este problema. “Hacia un nuevo significante” es la expresión que Lacan utilizó en su seminario del 15 de marzo de 1977 [15], en los años posteriores a la disolución de su escuela, admitiendo su propio fracaso. A nivel de la teoría, esta búsqueda de un nuevo significante indica que trató desesperadamente de ir más allá del tema central de su enseñanza en la década de 1960: la obsesión con lo Real, un núcleo traumático/imposible de goce que elude toda simbolización y solo puede ser confrontado brevemente en un acto auténtico de fuerza ciega.  

Lacan ya no está satisfecho con tal encuentro de un agujero central o imposibilidad como la experiencia humana última: ve la verdadera tarea en el movimiento que debe seguir tal experiencia, la invención de un nuevo Significante Amo, que localizará el agujero/imposibilidad de una nueva manera. En política, esto significa que uno debe dejar atrás la falsa poesía de grandes revueltas que disuelven el orden hegemónico. La verdadera tarea es imponer un nuevo orden, y este proceso comienza con nuevos significantes. Sin nuevos significantes, no hay un cambio social real.

(*) Columnista y ensayista chilena.

(**) Filósofo y psicoanalista esloveno.


[1] Para un análisis detallado de este tema, véase Jamadier Esteban Uribe Muñoz y Pablo Johnson, “El pasaje al acto de Telémaco: psicoanálisis y política ante el 18 de octubre chileno”, para aparecer en Política y Sociedad (Madrid).

[2] Nicolas Fleury, Le réel insensé: Introducción a la pensée de Jacques-Alain Miller, París: Germina 2010, p. 96 (cita de J.-A. Miller).

[3] Op.cit., págs. 93–4.

[4] Jacques-Alain Miller, “La psychanalyse, la cité, les communautés”, La causa freudienne 68 (febrero de 2008), págs. 109–10.

[5] Jacqueline Rose, “To die one’s own death”, LRB vol. 42, no. 22.

[6] Rose, op.cit.

[7] Sigmund Freud, “El Yo y el Ello”, vol. 19, pág. 29, Amorrortu Ediciones.

[8] Freud, op.cit.

[9] Véase Mike Davis, “Rio Grande Valley Republicans”, en London Review of Books, vol. 42, no. 22 (19 de noviembre de 2020).

[10] Sam Levine, “Can Trump actually stage a coup and stay in office for a second term?”, The Guardian, 23 de noviembre de 2020.

[11] Véase Ernesto Laclau, Emancipation(s), Londres: Verso Books 2007.

[12] V.I. Lenin, “Un paso adelante, dos pasos atrás”, en Marxists.org.

[13] V.I. Lenin, “¿Qué se debe hacer?”, en Marxists.org.

[14] Véase Walter Benjamin, “Theses on the philosophy of history”, en Illuminations, New York: Mariner Books 2019.

[15] Véase Jacques Lacan, “Vers un significant nouveau”, seminario del 15 de marzo de 1977, Ornicar 17/18.

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