Por Nicolás Lazo Jerez (*)
En Estados Unidos, no es raro que los medios de comunicación anuncien explícita y formalmente su apoyo a un presidenciable. De hecho, la junta directiva de The New York Times —acaso uno de los diarios más prestigiosos del mundo— lleva más de un siglo y medio manifestando sus preferencias en la disputa por el mayor cargo ejecutivo de ese país. Para algunos, se trata de un ejercicio de honestidad saludable en un contexto lleno de sesgos mediáticos no declarados. Para otros, es un desacato inadmisible a la imparcialidad periodística.
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No creo que convenga hacer de aquello una práctica habitual. El lugar de militancia del periodismo es, siempre, la fiscalización atenta del poder. Un apoyo expreso arriesga, se quiera o no, al menos una parte de la independencia. Sin embargo, también pienso que existen excepciones a esa regla, y que los ciudadanos chilenos nos enfrentamos, en este preciso momento, a una situación infrecuente.
En menos de 24 horas, tendremos en nuestras manos la tarea de confiar los próximos cuatro años de gobierno a un solo hombre entre dos alternativas: el ciudadano B., que sitúa la justicia social al centro de su proyecto político, y el ciudadano K., que promete restablecer un supuesto orden perdido a partir de una visión de mundo contraria a ciertos principios civilizatorios, unos que la humanidad conquistó, literalmente, a costa de sangre, sudor y lágrimas. Como editor de este minúsculo e imperfecto emprendimiento periodístico, que piloteo con más entusiasmo que recursos, en el escenario actual apoyo decididamente al ciudadano B.
Hace una década, el ciudadano B. lideraba un movimiento estudiantil que muchas y muchos respaldamos en las calles. ¿Cuál era el horizonte? La posibilidad de una educación pública de calidad financiada para las generaciones posteriores mediante un sistema tributario progresivo, algo que es un hecho en varios países admirados por los mismos plutócratas locales que bloquean cualquier propuesta de reforma estructural. El ciudadano K., en tanto, cumplía por entonces el noveno de los 16 años durante los cuales fue diputado, un período en el que mostró, a menudo, un desempeño más bien mediocre.
El ciudadano B. condena sin ambigüedades toda violación a los derechos humanos, independientemente al signo ideológico del régimen que lleva a cabo los atropellos. El ciudadano K., en cambio, ha hecho una apología sistemática de la dictadura cívico-militar de Pinochet y se ha permitido defender, sin asomo de culpa pese a su catolicismo, a exagentes del Estado que torturaron e hicieron desaparecer personas. Repito, por si lo leíste demasiado rápido: el candidato del Frente Social Cristiano se ha permitido defender a exagentes del Estado que torturaron e hicieron desaparecer personas.

Ahí donde el ciudadano B. ofrece —a ratos con voluntarismo— una narrativa de convergencia, el ciudadano K. infunde el terror al Partido Comunista —que ya participó en un gobierno, sin consecuencias catastróficas, durante el segundo mandato de Michelle Bachelet— y siembra una división maniquea entre los “enemigos de la libertad” y los “ciudadanos de bien”, junto con pisotear la dignidad de las mujeres y de la diversidad sexual.
Ojo, piojo: así como el ciudadano B. está muy lejos de ser impoluto, el ciudadano K. no es una encarnación demoníaca. El primero ha cometido errores por los que ha debido pedir perdón, y es probable que el segundo esté convencido genuinamente de que sus ideas son mejores que las de su contendor para conducir el país. El que gane, sobra decirlo, tendrá que ser cuestionado con el máximo rigor cada vez que haga falta. Al que gane, además, le tocará difícil: tendrá que cuadrar un círculo que combinará unas expectativas altísimas con los efectos de una crisis económica, política y sanitaria de proporciones inauditas. Pero lo que está en juego hoy es extremadamente importante: hablamos de un proyecto de futuro enfrentado a una agenda de la derecha “alternativa” e “iliberal” —vaya eufemismos— que ahora ya, mientras lees estas líneas, socava la convivencia democrática alrededor del mundo.
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En la medida de que garanticen una cobertura justa y veraz, los medios de comunicación tienen bien ganado el derecho a contar con una línea editorial, del mismo modo que los periodistas somos, además de individuos que ejercen un oficio, seres humanos con el deber de adoptar un punto de vista ante la realidad. No me refiero a una posición gremial, sino a una de carácter ético. Frente al “No me sumo” de algunos, yo opto por no restarme: a esta hora acuciante, elijo no hacerme el leso respecto a ciertas definiciones valóricas que me parecen elementales. La independencia, creo, no es ni será nunca sinónimo de indiferencia. En otras palabras: uno no es na’ neutro.

(*) Licenciado en Literatura (UAH), Diplomado en Edición y Magíster en Periodismo (PUC). Editor de Artefacto.