Por Cristina Pérez Hidalgo (*)
Toda la vida me sentí como extraterrestre. Forastera en un planeta que no entendía, que no se adaptaba a mi manera de ver o sentir la realidad que me rodeaba. No quiero extenderme en el significado epistemológico de este universo mental en el que nací —porque sí, los trastornos mentales o incluso las condiciones bioquímicas asociadas a estos no se eligen— mas sí tengo la necesidad de explicar que se puede sobrevivir y convivir con ellos, gracias a la ciencia y la psicología. Reconocerlo así es abrazar y amar nuestra humanidad por completo, sin el molesto complejo del qué dirán.
Tengo un recuerdo de los ocho años, viendo documentales sobre la actividad volcánica y las consecuencias de una erupción que destruyó por completo Pompeya: me obsesionó, no por el sentido histórico del evento, sino por la angustia que esa situación provocaba en mi joven corazón. Leí y busqué sobre cada volcán cercano a Santiago. Tenía terror a morir un día atrapada entre la lava, quedar seca por la eternidad sin haber podido amar. Por primera vez, experimenté una depresión fuerte: no quería bañarme ni dormir porque sabía que podía suceder una erupción en cualquier momento. Incluso, un día fui de picnic con mi familia al ahora extinto río Clarillo, y estaba con crisis de pánico por la cercanía a la falla de San Ramón y a los volcanes Tupungatito, San José, Marmolejo y Maipo. Era un extraterrestre para mis padres, mis compañeros y mis profesores. Después, a los 15 o 16 años, vino la segunda gran depresión, y con esta no pararon más. Esas luces rojas fueron el comienzo en el largo proceso de diagnóstico, de ensayo y error.
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Todos mis años eran así: las primaveras comenzaban con alegría, a la que seguía la euforia y nuevamente la calma en marzo, con el fin del verano. Pero llegaba julio a destruirme y agosto, a oscurecerme. Cada primavera y verano eran motivos de cambios: me atrevía a cosas que nunca, en mi introvertida y sensata cabeza, se me podrían ocurrir. Amaba esos momentos, porque podía rebasar todo aquello de lo que no me sentía capaz en tiempos de “normalidad”. Me sentía una diosa, libre; un fénix renacido para encontrarse con lo imposible. Lamentablemente, este fénix se quemaba y dolía profundamente.
En 2016 me diagnosticaron trastorno afectivo bipolar tipo 1 (TAB). El mundo de todos a mi alrededor se cayó. Me sentí víctima, una triste y patética víctima de mi genética, de mis malos hábitos, de mi mente, de mi cuerpo. Me sentí más sola que nunca, y lo estaba. Mi red de apoyo estaba aterrorizada ante el panorama: una drogadicta, alcohólica y promiscua que el trastorno había destruido. Era algo que ellos debían erradicar. No pudieron.
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Ese mismo año, en diciembre, decidí irme y comenzar otra vez sola, en otra ciudad. Vendí todas mis cosas, busqué un trabajo en Coquimbo y me fui a vivir cerca de la playa. Ese verano fue épico: todo lo que tenía, lo perdí. Me lo tomé o me lo fumé en algún bar del puerto.
Estaba sola, sumida en un caos de libertinaje, locura y calor… Meses después, vino la “gran depresión”, que me tiró a la cama con un cóctel de pastillas. Fue la época más difícil y también la más esperanzadora. Tras el caos llegó la calma con una noticia maravillosa: sería mamá. ¡Qué locura! No fue una realización personal, sino más bien una pequeña luz, el aire fresco necesario para remover la basura, un poco de esperanza en la idea de que podía ser mejor, no solo para mí, sino que para este pequeñito ser increíblemente dispuesto a ser mi hijo. Nunca fue fácil, pero el embarazo me ayudó a ver las cosas desde una perspectiva menos egoísta, a buscar por fin la ayuda que necesitaba y a cuidarme por la familia que comenzaba a formarse alrededor de mí.

Esta etapa me enseñó más que toda mi vida recorrida. Volví a ser una niña. Me reencontré con mi naturaleza, mi sorpresa, mi extrañeza. Todo lo malo me parecía muy fugaz y superficial . Me amé y entendí que mi único límite era mi orgullo. Comprendí que pedir ayuda no era un mal camino; por el contrario, me dio fuerza para creer que el trastorno no era el arma de mi destrucción, sino que era la herramienta que tenía que aprender a usar de la manera correcta para sobrevivir a todas las consecuencias de mis errores anteriores. Me sentí poderosa con la ayuda de mis terapeutas y con el apoyo incondicional de mis padres, que finalmente comprendieron que no era culpa de nadie y que podíamos vivir bien, que podría conseguir todo lo que me propusiera, siempre y cuando me dejara ayudar.
Ningún momento de mi vida está o estará exento de crisis maníacas o depresivas. Es más, no hace mucho estuve envuelta en una tremenda depresión que me tiró a la cama. Mi cabeza estuvo deambulando en una danza peligrosa entre la realidad y mi propia jaula paranoica, que no me dejaba identificar lo real de lo ficticio. Esto me significó un desequilibrio en mi normalidad. Sin embargo, y gracias a todo el apoyo terapéutico, pude respirar profundo, salir de la jaula y retomar mi vida. Un poco herida y decepcionada, reanudé el tratamiento farmacológico que había suspendido por la lactancia materna, confiada en que toda decisión que se tome en torno a mi paz mental y mi vida siempre será la mejor.

(*) Licenciada en Lengua y Literatura y Profesora de Lenguaje y Comunicación (UAH).