En memoria: a 15 años del asesinato de Anna Politkóvskaya

Por Roberto Herrscher (*)

Tenía el pelo blanco, duro y muy corto. Tenía la cara redonda, los ojos acerados de permanente ironía y un cuerpo de abuela sólida, como si fuera la matrioshka mayor, esa muñeca rusa colorida que contiene a todas las demás muñecas. Caminaba tímida y hosca entre alfombras y cortinados. Evidentemente, no se encontraba en su sitio; sus ojos parecían querer estar en algún otro lado.

Era la plácida primavera de 2002 y un extraño menjunje de periodistas, académicos y funcionarios participábamos en una conferencia en el castillo de Bonn, donde pocas semanas antes se había formado el gobierno de Afganistán. Habíamos sido convocados por el gobierno alemán para discutir durante tres días qué había pasado con los medios y con el periodismo desde el 11 de septiembre del año anterior.

Algunos hablaban inglés; otros, alemán; otros más, árabe; y un pequeño grupo solo se expresaba en ruso. En la última sesión, un periodista de la radio pública alemana, la Deutsche Welle, regordete y rosado, trazó una crítica atinada y demoledora a los grandes medios occidentales, como el suyo. Decía que estos medios cubren la actualidad internacional enviando paracaidistas ensoberbecidos a los puntos “calientes” del globo, como Ruanda o Chechenia, y después reducen lo poco que estos enviados especiales alcanzan a entender a tres datos y cuatro imágenes que no ayudan al público a entender nada.

“Mejor sería que no fueran”, terminó el rubicundo alemán, muy satisfecho por ser capaz de semejante autocrítica.

En ese momento se levantó de su asiento, en la otra punta del salón, esta señora de pelo blanco y empezó a mover los brazos y llamar la atención de los traductores de ruso. En medio de una conferencia donde se hablaba de muertes y hambre y esclavitud como si fueran problemas teóricos, Anna Politkóvskaya les pidió, les rogó a sus colegas que por favor no se fueran de Chechenia, que aunque el periodismo que hacían los grandes medios comerciales y las agencias occidentales era una soberana porquería, para una reportera rusa tratando de contar esa guerra atroz, era cuestión de vida o muerte.

Gracias por leer Artefacto. Suscríbete al nuevo canal en Telegram y recibe todo nuestro contenido directamente en tu dispositivo.

Y entonces, cuando se calmó un poco, Politkóvskaya nos lo explicó: los cables, los flashes con imágenes de Grozny y alrededores que difunde la CNN y los breves en las páginas interiores del New York Times puestos como por obligación, llenos de errores y de imperdonable ignorancia, eran para ella como el balón de oxígeno para un buzo encallado en las profundidades del mal.

Sin esa pequeña, imperfecta y muchas veces ridícula presencia en los medios de fuera de Rusia, los cuerpos, los espíritus y los derechos de los chechenos serían pisoteados sin testigos por las tropas al servicio del antiguo agente de la KGB Vladimir Putin. Pasado el momento de dramatismo, la conferencia de Bonn siguió por los cauces tranquilos por los que suelen discurrir estos eventos. Pero yo no me podía sacar de la cabeza la participación destemplada, fuera de tono, de la reportera rusa cuyo nombre, en los documentos de la conferencia, no me decía nada.

Recién un año más tarde, cuando llegaron a España las traducciones de los dos libros que Anna Politkóvskaya escribió sobre el conflicto, Una guerra sucia (1999), publicado en castellano por RBA, y Terror en Chechenia (2002), en Ediciones del Bronce, comencé a entender de qué estaba hablando la aireada señora de pelo blanco.

Pasaron tres años más. Después de esa conferencia en Bonn en 2002, volví a ver a Anna en sus dos últimas visitas a Barcelona, una vez en el Forum de las Culturas y otra en el Colegio de Periodistas. Seguía vehemente, mordaz, segura y frágil. En un ruso que sonaba poético y dulce, lanzaba afilados dardos contra la “dictadura” de Putin. Y seguía pidiéndole a Occidente que no abandone Chechenia.

Anna Politkóvskaya fue hasta el último día de su vida reportera del periódico quincenal Novaya Gazeta. Como tal, pasó en Chechenia todo el tiempo que le han dejado las autoridades desde el comienzo de la nueva ofensiva rusa en el verano de 1999.

Ediciones del Bronce.

Allí convivió con los perseguidos y se ganó la confianza de todo tipo de chechenos, desde los que participan en las guerrillas o las apoyan hasta los que quieren parar la guerra o se limitan a sufrir con infinita resignación.

También se adentró en los batallones rusos, resaltando los casos aislados y emocionantes de decencia y valentía en algunos soldados y oficiales y sus familias, e intentando entender el porqué y el cómo de la represión brutal e inhumana que transforma a la mayoría de estos militantes en animales.

A diferencia de muchos libros de denuncia, contados en el lenguaje formulaico del informe policial, acumulando datos sin arte ni concierto, sus libros van mucho más allá del memorial de agravios: son novelas contadas en un estilo que debe más a las novelas de Tolstoi y Dostoievsky que al periodismo de investigación de nuestro tiempo.

En medio de la urgencia por contar y abrir los ojos del mundo a lo que sucede en Chechenia, Anna Politkóvskaya entendía que sus personajes se merecían una prosa cuidada, una descripción inteligente, una historia bien contada. Al construir personajes complejos y arriesgarse con modelos narrativos que avanzaban en varias direcciones a la vez, Politkóvskaya hablaba del poder, de la naturaleza humana, de los límites del sufrimiento y de la pequeña llama de esperanza o de decencia que laten en el lugar más espantoso del mundo.

Entre la prisa, el frío, el miedo y las bombas, Anna Politkóvskaya hizo tal vez el mejor periodismo narrativo de las dos últimas décadas, en cualquier idioma.


También podría interesarte.

En memoria:

los días sin Fernán


En Terror en Chechenia, dos capítulos muestran con un estilo precioso e insoportable las dos caras de lo que estaba haciendo la guerra tanto para destruir a los chechenos como para deshumanizar a los rusos.

Al final de una noche de alcohol y aquelarre, el coronel Budánov se hizo traer una adolescente chechena a su despacho, la violó, la mató a golpes y ordenó que la “despacharan”. Se hizo un juicio —casi el único por atrocidades en Chechenia— y la defensa del coronel y los medios afines al gobierno apuntaron la culpa a los soldados a quienes se había ordenado deshacerse del cuerpo.

En medio de tamaña sordidez, tres capítulos más adelante, otro coronel, Mirónov, viajaba en avión de transporte de tropas con Politkóvskaya. En medio del ruido y el hedor entablaron una conversación que los humanizó y los acercó. El coronel estaba herido, era de alguna manera consciente de lo que sucedía, y en el hospital donde la autora lo visitó le mostró otra, tenue pero existente, cara de una humanidad posible aún dentro del sistema militar ruso que estos libros denuncian.

Es un milagro que, en medio de tanta tensión y peligro, sus textos sean de una belleza desarmante, llenos de detalles originales, escritos con un tono pausado y sabio, con humor y con un uso magistral del ritmo narrativo. Al leer los dos libros como un relato continuo, se percibe que al conocer más sobre la historia y la cultura de la región y a medida que la guerra se hace más insoportable, el estilo de Politkóvskaya se hace más claro, más efectivo, más “literario” en el mejor sentido de la palabra cuando se aplica al periodismo. Ambos libros son obras maestras y testimonios de una narradora y reportera admirable.

La mañana del domingo 8 de octubre de 2006, encendí la radio y me golpeó la noticia atroz: un matarife acribilló a Anna Politkóvskaya en el portal de su edificio. (…)

Tumba de Anna Politkóvskaya tres días después de su muerte. | Reuters.

Tres años antes, cuando escribí el comentario de sus dos libros en la revista Lateral, hice hincapié en el peligro constante al que la reportera estaba sometida. “Estos textos, aun leídos a muchos kilómetros de distancia, conservan el valor de la enorme valentía de su autora. Anna Politkóvskaya se juega la vida en la investigación de cada reportaje, y se la vuelve a jugar cuando los publica. En una ocasión fue incluso sometida a una ejecución simulada por las tropas rusas. Volvió de la puerta de la muerte, profirió tres palabras de desdén hacia sus verdugos y siguió trabajando en lo suyo”.

“Lo suyo” es hoy su legado. Sus dos libros en castellano, casi 700 páginas en total, nos siguen hablando de un verdadero genocidio: centenares de muertos, torturados, desaparecidos, desplazados de su tierra, violados, mutilados, ciudades transformadas en montañas de basura y ceniza.

Pero Anna Politkóvskaya creyó que la fama y la presencia de medios internacionales la salvarían de la suerte de tantos, demasiados periodistas, en Rusia, en África, en México, en Colombia.

Igual la mataron. Los premios e invitaciones internacionales no sirvieron como coraza ante los ataques de sus perseguidores ni la salvaron al final.

Su imagen no se me aparta de la memoria. Releo sus páginas y se me aparecen sus ojos incandescentes, su sonrisa irónica, su andar pesado de campesina rusa, la gracia terrena de su voz grave, con esos dulces sonidos eslavos. ¿Por qué murió? Por su trabajo, por tomarse tan a pecho y cumplir tan bien su misión de contar la verdad. Por su uso de las herramientas del periodismo narrativo hasta las últimas consecuencias, para despertar conciencias, para emocionar, indignar, educar, informar, enriquecer y golpear.

(*) Periodista y profesor argentino. Este texto pertenece al epílogo de su libro Periodismo narrativo. Cómo contar la realidad con las armas de la literatura (Ediciones Universidad Finis Terrae).

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: