Los días sin Fernán

Por Cathy Palacios Ayala (*)

Han pasado casi seis años desde que murió Fernán Meza y pareciera que su nombre y presencia no se han ido de la facultad que amó, ni menos de los recuerdos de quienes trabajamos junto a él y compartimos parte de nuestra vida.

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En ese lugar —la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile— quedó el vacío de un personaje fuera de lo común, alguien que irradiaba algo especial y que generaba emociones extremas: se le amaba o se le odiaba. Hace falta su voz, su energía, sus ideas y su cariño. Hace falta alguien que “chasconee” a los estudiantes, que los motive y que los mueva del letargo. A mí me hace falta el cariño y generosidad de un abuelo, la preocupación y la experiencia de un padrino.

Extraño la celebración de mi cumpleaños en su departamento. Desde 2007 hasta 2015, no hubo 16 de abril que no se festejara junto a él y el clan de amigos que lo rodeábamos, esa familia escogida que uno va armando con el paso del tiempo. Fernán se preocupaba de la torta, me preguntaba cuál me gustaba y esa era la que estaba en la celebración. Aunque habitualmente no era él quien la compraba, indicaba el sabor preciso para que quien tuviera asignada esa tarea la cumpliera a cabalidad.

Para las fiestas de cada integrante del clan, Fernán buscaba algo especial: desde adornar con guirnaldas hechas con papel higiénico, comprar globos o pedir a su amigo Traverso que preparara una paella hasta llevar un organillero al departamento, sin preocuparse si provocaba demasiado ruido en ese espacio pequeño. Nada era más importante que celebrar feliz, apelando a una de sus tantas frases: “Es una fiesta, la vida”.

En estos más de dos mil días se han extrañado las conversaciones que teníamos sentados a su mesa, las historias de sus viajes, de sus clases, del exilio. También de lo que pasaba en Chile: la política, la iglesia, la universidad, las marchas, la facultad, los cambios en la escuela y en los estudiantes. Su voz llenaba la mesa y, si te concentrabas en él, te dabas cuenta cómo siempre llegaba el momento en que callaba y dejaba que los demás rieran y siguieran hablando. Él, serenamente, nos miraba, sonreía y disfrutaba de ese grupo y de todo lo que pasaba ahí. Esas personas finalmente fuimos sus hijos, sus amigos y su familia.

Todo eso sucedía cuando estábamos juntos.

Cathy Palacios para Artefacto.

Cuando se daba la instancia de estar los dos solos, se creaba un espacio para la confianza plena que permitía comentar sobre decisiones de trabajo o de amores no correspondidos y escuchar su consejo de abuelo que hacía pasar la pena o entender por qué no había resultado un proyecto de vida. La sabiduría adquirida con los años le permitía comprender perfectamente lo que uno planteaba y, aunque no se estuviera de acuerdo con lo que él decía en ese minuto, después te dabas cuenta de que tenía la razón. Y, quizás por eso mismo, uno buscaba tener esa conversación.

En este período en que Fernán ya no está físicamente, nuestro clan ya no tiene ese elemento que nos unía semana a semana. Tampoco está quien recuerde el próximo cumpleaños ni que llame o mande un correo para invitar a comer o a tomar té de hojas a media tarde. A veces uno se sentía medio acosado con sus constantes telefonazos o invitaciones, pero ahora extraño encontrar un mensaje en la bandeja de entrada.

Mi experiencia en el aula con Fernán me ayudó mucho a creerme un poco más el cuento. Cuando aparecen esas típicas inseguridades al iniciar un curso, recuerdo cómo él llegaba con toda la energía a cada clase. Sin temores ni prejuicios.

Sin tenerlo pensado, hago lo mismo en mi estilo. Dejo de lado los problemas que me han afectado esa semana, ese día, ese año, y me conecto con una energía que no sé de dónde viene, pero gracias a la cual todo se activa con generaciones en las que la comodidad y la apatía están a flor de piel; esos factores que, en muchas ocasiones, hacen más rudo el camino.

La última vez que vi a Fernán fue unas semanas antes de que muriera, a la salida de la iglesia donde velaron a Traverso. Tengo muy bien guardada la imagen y espero no olvidarme con el tiempo. Él vestía un chaleco negro y llevaba una chaqueta de color similar. Solo alcanzamos a saludarnos, pero, como siempre, me dio un beso en ambas mejillas. Y cada vez que paso por la calle Arturo Prat recuerdo esa despedida.

Espero poder tener al menos una parte de toda esa vitalidad en mi ejercicio como profe. Espero tener la capacidad de juntar al clan, como lo logré para el lanzamiento del libro que escribí sobre él. Ese reencuentro fue maravilloso y sé que, de algún modo, Fernán estuvo ahí y sigue presente en mí, en los que lo conocimos y en los que han escuchado hablar de él.

Cathy Palacios para Artefacto.

En estos días de cuarentena, he pensado en qué hubiera dicho sobre el estallido social, sobre el plebiscito y la nueva constitución. Tenía ideas tan claras que no hubiera sido extraño que se candidateara a constituyente. ¡Qué personaje habría llegado a ese grupo!

A ratos también pienso en cómo habría estado durante la pandemia, cómo tendríamos que haber insistido en que se vacunara, que no saliera, que se cuidara. Y ya lo imagino peleando con la mascarilla en su barba, usando alcohol gel probablemente a regañadientes y excediendo el aforo mínimo en las reuniones en su departamento. Sí, hubiera sido un tema difícil de manejar, pero así era y es Fernán.

Capaz que se transforme en un mito. Quizás piensen que todo es invención. Quizás crean que no fue tan increíble como se lo describe. Mejor: los mitos nunca mueren ni se olvidan.

(*) Académica y diseñadora gráfica. Autora de Fernán Meza. Profesor lúdico, maestro apasionado (Sa Cabana, 2018).

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