Por Lucero de Vivanco (*)
Pocos años después de declararse la independencia del Perú en 1821, José Joaquín de Larriva (1780-1832), poeta y periodista peruano, hacía notar su descontento respecto de los primeros años de vida republicana:
Cuando de España las trabas
en Ayacucho rompimos,
otra cosa más no hicimos
que cambiar mocos por babas.
Larriva se refería específicamente a la prolongación de la dictadura de Simón Bolívar en Perú, de lo que se quejaba al terminar su décima:
Mudamos de condición;
pero sólo fue pasando
del poder de Don Fernando
al poder de Don Simón.
Con el tono satírico que lo caracterizaba, y más allá de su referencia concreta, estos versos de El fusílico (1828) cuestionaban el bajo impacto que había tenido para el Perú algo supuestamente trascendental, como era dar por finalizado el régimen del virreinato. Y es que, en efecto, la independencia política no fue apuntalada con un cambio sustancial en lo que concierne a estructuras sociales y económicas. Tampoco hizo el necesario giro cultural, de modo de imaginar un proyecto nacional integrado e inclusivo. Más bien arrojó hacia la república el modo colonial de construir comunidad —que violenta, segrega y excluye en razón de variables de clase, etnia, lengua, género— y traspasó el poder de la nobleza española a la élite criolla. Mocos por babas.
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Los últimos acontecimientos políticos en el Perú relacionados con la segunda vuelta presidencial entre Keiko Fujimori y Pedro Castillo han puesto una vez más en escena la pervivencia de esta élite y sus prácticas discriminatorias y autoritarias. Una élite, eso sí, con menos sesgo aristocrático y más interés en lo económico, asentada en Lima, secundada por ciudadanos desinformados que han digerido y reproducido, sin crítica y sin evidencia, la narrativa del fraude electoral construida por el fujimorismo. Este grupo, probablemente aterrorizado frente a la sola idea de que los pilares tradicionales sobre los que han construido sus creencias y mantenido sus privilegios sean socavados, no ha tenido problema en “defender” la democracia a punta de métodos antidemocráticos: noticias falsas, llamados a golpe militar, amenazas y amedrentamientos a autoridades, conspiraciones y sobornos, por citar algunos.
Así, con la complicidad de importantes personalidades de la cultura (como la de un estulto Mario Vargas Llosa), de canales de televisión (escándalos mediante), de grupos de derecha radicalizados y violentistas (“la resistencia”), Keiko Fujimori, al más puro estilo de Donald Trump, procuró dar un “golpe lento” para apropiarse del poder que las urnas le han negado.

Se requieren muchas páginas para dar cuenta del largo prontuario de la dinastía Fujimori. Baste con recordar que sus prácticas corruptas, autoritarias y criminales se desplegaron desde que Alberto Fujimori disolviera el congreso y el poder judicial en 1992, e instalara su dictadura junto a Vladimiro Montesinos, ambos privados hoy de libertad. Así y todo, Montesinos se las ha arreglado para ser un agente activo en la campaña de fraude de la hija del dictador. Por el lado de Keiko, hay que recordar que hizo su primer intento fallido por acceder a la presidencia en 2011 contra Ollanta Humala, que fue derrotada nuevamente en 2016 por Pedro Pablo Kuczynski (PPK) y, este año, por tercera vez por Pedro Castillo. El Perú lleva, pues, tres elecciones seguidas donde el ejercicio democrático de peruanas y peruanos se ha visto condicionado en las respectivas segundas vueltas por el “voto en contra” del fujimorismo.
En términos de la democracia y las instituciones del Estado el daño es sustantivo, pues la majadería de “la chika” —como la llama Montesinos— de no aceptar sus derrotas electorales (ya su sector adelantó que no reconocerá a Castillo) ha hecho carne en el obstruccionismo que su bancada congresal ha aplicado a los distintos gobiernos. Este aportillamiento a la gobernabilidad causó la caída de PPK en 2018 y la posterior crisis de 2020, en la que se destituyó a Martín Vizcarra, Manuel Merino se apropió del poder y Francisco Sagasti asumió transitoriamente, todo en el transcurso de unos pocos días.

Dentro de este largo prontuario, el último episodio viene a ser la narrativa del fraude que, en una renovación del más clásico realismo mágico, se levantó sin que exista absolutamente ninguna prueba y contra la transparencia del proceso electoral, reconocida por la totalidad de observadores internacionales.
La ficción del fraude se alimenta como un monstruo insaciable. Con una serie de impugnaciones y apelaciones a las actas electorales, se ha buscado retrasar la proclamación de Pedro Castillo como presidente. Pienso que en las cabezas fujimoristas que alimentan al monstruo debe atesorarse el propósito de hacer lo posible para que Castillo falle en los primeros meses de su gobierno —por lo pronto, por no haber tenido tiempo de hacer una transición como corresponde— y se le pueda destituir antes de que termine el año. Espero estar especulando demás.

Respecto a la narrativa del fraude, además del rechazo político que provoca, quienes nos comprendemos como sujetos en términos relacionales —es decir, que reconocemos al otro como un igual— la repudiamos por la violencia de las estrategias sobre las que se ha montado. Porque, ¿contra quién y a costa de quién se lleva a cabo esta diatriba antidemocrática? En primer lugar, contra Pedro Castillo, profesor rural, sindicalizado, outsider de la política y de la “sociedad limeña”, que habla un castellano quechuizado y representa todo lo que la élite ha despreciado y maltratado a lo largo de siglos. En este sentido, han circulado en distintas redes sociales y medios de prensa frases irreproducibles aquí por su violencia racista y por el discurso de odio que fomentan.
En segundo lugar, las impugnaciones y nulidades pretenden eliminar, con la ayuda de grandes bufetes de abogados capitalinos, cerca de 200 mil votos de zonas andinas, donde los resultados han favorecido radicalmente a Castillo. Con ello se ha buscado deslegitimar no solo el proceso electoral en su conjunto, sino abolir la voluntad de quienes han sido históricamente excluidos de la ciudadanía y la nación, a quienes se les “terruquea” (se les acusa de terroristas) solo por desear una opción política que se atreve a cuestionar el andamiaje de la injusticia social.
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En las elecciones del año en el que se conmemora el bicentenario de la independencia del Perú, pienso en esos versos descontentos de Larriva y su vigencia. El fujimorismo actualiza las peores secreciones de la matriz poscolonial que aún organiza la vida de demasiados (siempre es un exceso si se trata de prácticas poscoloniales) peruanos y peruanas. Con ello se hace irrelevante el mismo hito de la independencia que se pretende enaltecer. Como un escupitajo, la coyuntura política peruana nos vuelve a recordar que, en 200 años, no se ha podido eliminar ni la baba ni el moco.

(*) Licenciada en Filología Hispánica (Universidad Complutense de Madrid) y Doctora en Literatura (UCh). Académica UAH. Su libro más reciente es Dispares. Violencia y memoria en la narrativa peruana (1980-2020).