Colombia: la vida es sagrada, pero nos estamos matando

Por Karen Méndez Bautista (*), desde Bogotá | Foto principal: Byron Jiménez

Ha sido difícil poner en orden las ideas para compartir algunas impresiones de lo que sucede en Colombia, pues es imposible separar lo que escribo de las emociones causadas por los juicios que no dejan de aparecer, entre la tristeza y la impotencia, entre saber hacia dónde deberíamos ir, pero no por dónde empezar.

No deja de ser inquietante que, al abrir un periódico con las noticias de América Latina, quede la sensación de que estuviéramos hablando de un mismo país. Que lo que causó el estallido social en Chile “no eran los 30 pesos, sino los 30 años”, y que esta vez en Colombia fue la reforma tributaria “solidaria” la gota que rebasó el vaso y llevó a un paro nacional que lleva más de 15 días, contabilizando decenas de pérdidas humanas y sumando tristemente como símbolo de esta protesta a otro joven más: Lucas Villa.

Las respuestas de los gobiernos a estas manifestaciones tienen patrones muy similares: en ambos casos, se trata de jefes de Estado que actúan tarde, rodeados de equipos que tampoco sienten cercano el país por el cual están trabajando. Peor aún: intentan imponer y vender una visión (única) de ese país que se aleja de la (diversa) realidad.

Esta somera radiografía tiene un bemol particular en Colombia, y es el paupérrimo valor y respeto a la vida, derivado de la cultura del narcotráfico, en la que todos tienen un precio. Haberlo permitido nos está pasando la cuenta como sociedad,  sumado a una polarización ideológica rampante resultado de la cual no solo hay una descalificación por pensar distinto, sino que la vida pasa a ser el precio a pagar por ello.

La arenga que hemos escuchado en las manifestaciones de fines de 2019 y durante las últimas semanas en Colombia —“Nos están matando”— no corresponde únicamente a los casos de abuso policial. También se debe al silencioso proceso de asesinatos sistemáticos de más de 900 líderes y lideresas sociales en territorio rural desde la firma del Acuerdo de Paz de 2016 hasta la fecha, según el reporte de abril de 2021 de la Jurisdicción Especial para la Paz.

Adherentes al paro nacional el 28 de abril en Bogotá, Colombia. | Byron Jiménez vía Unsplash.

Estas masacres son un detonante presente en los últimos cuatro años. Duque las denomina “homicidios colectivos” para bajar el perfil de la grave situación que vive la ruralidad, presionada por la disputa territorial entre las organizaciones del narcotráfico, las guerrillas y las disidencias de las FARC. Tal vez no llegaron a ser tan mediáticas y ruidosas como las marchas acontecidas en las ciudades, pero no resultan ni más ni menos dolorosas. Sin embargo, duele particularmente cuando las respuestas a ambas situaciones por parte del gobierno son frívolas, indolentes y, a veces, inhumanas. No reconocer el dolor de las masacres y la ira de las marchas causa, a su vez, más rabia y sufrimiento.

Creo profundamente que cualquier paso que se dé en favor de la vida tiene que partir por reconocer el dolor de la muerte violenta. No pasa por intentar sanar la herida cuando la bala aún está adentro ni por poner pañitos de agua tibia, sino por conversar y entablar el diálogo.

Mira el documental “Un triunfo para la paz”, sobre la implementación de los Acuerdos de Paz de 2016 en la Amazonía colombiana. | Colombia +20.

Veo un gobierno llegar tarde. Veo cómo entre policías y grupos de manifestantes toman la justicia por su cuenta, sin dejar de mencionar la terrorífica escena de ciudadanos armados para defender sus barrios. Veo siempre la silla vacía en el diálogo con la minga o el comité del paro. Oigo afirmaciones de que hay buenos muertos y malos muertos. Y desde esa indignación me pregunto: ¿cómo recuperar el valor y la dignidad del acto de respirar en Colombia?

Es una pregunta con un anhelo profundo y un pedazo de esperanza que todavía se aferra a pequeños visos de luz y humanidad: el camino hacia la constituyente en Chile y un Acuerdo de Paz en Colombia que, aunque maltratado, sigue dando señales de vida, principalmente en lo rural. Y a pesar de todo, también hay esperanza en las manifestaciones pacíficas, que han logrado frenar reformas normativas nocivas y hacer sentir que el poder aún está en la ciudadanía, y que lo queremos ejercer.

(*) Licenciada en Gobierno y Relaciones Internacionales (Universidad Externado de Colombia) y Magíster en Geografía (UCh). Facilitadora de participación social. Fundadora de Contacto Local y Glocal Minds.

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