De demonio a monstruo, de monstruo a criatura: yo soy yo y mis circunstancias

Por Bernardita Yanucci Iduya (*)

Primero un demonio, luego un monstruo y hoy la criatura. A 200 años de la publicación de Frankenstein o el moderno Prometeo, lo más preciso que se puede decir es que el Doctor Víctor Frankenstein y su creación (daemon, the monster o the creature) son parte del imaginario colectivo de todos, a tal punto que ha inspirado numerosas películas, series de televisión, dibujos animados, cómics, obras de teatro, etc. Cuando se habla de monstruos, es probable que la creación del científico obsesionado con “infundir una chispa de ser” que nunca llegó a nombrar de alguna forma diferente a engendro, enemigo, perseguidor, monstruo o demonio, sea una de las más reconocidas. Sin embargo, pasados dos siglos desde su invención a manos de Mary Shelley, el monstruo se ha transformado en algo más que en un ser espantoso: ha traspasado las barreras de lo grotesco y, más que inspirar terror, inspira una profunda compasión.

La compasión que inspira ese ser creado con el objetivo de descubrir el secreto de la chispa vital, del fuego prometeico al que alude Shelley en el título, proviene en cierto modo de las formas en que se lo nombra desde el primer momento en que Frankenstein logra su cometido al dar vida a lo hecho de muerte:

“Su cerúlea piel apenas disimulaba la disposición de los músculos y las arterias que cubría; su pelo era de un negro reluciente, largo y suelto; los dientes, de una blancura perlada. Tanta exuberancia, sin embargo, solo hacía realzar de un modo más horrible sus ojos vidriosos, que parecían tener el mismo color que las pardas cuencas blanquecinas donde se alojaban, su arrugada tez y los finos y negruzcos labios (…) ¡Ay de mí! Ningún mortal podría soportar el horror de ese semblante. Ni siquiera una momia devuelta a la vida podría ser tan repugnante como ese desdichado” (132-33).

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El rechazo inminente de su creador, condicionado por el horror, entendido este como una desbordante inquietud ante lo ominoso o divino, determinan la desgracia de la criatura desde su primer aliento, sin oportunidad de ser aceptada. La condena de quien le otorga la gracia de vivir lo empuja de inmediato a las calamidades de una sociedad donde lo bello y lo sublime se posicionan por sobre lo extraño o distinto.

Anoche tuvo lugar la festividad anual que ha reproducido de manera infinita los disfraces de la criatura: Halloween es una de esas instancias que han reinventado y moldeado la figura del monstruo ficticio creado por Shelley. Se lo representa verdoso, atornillado y torpe, cuando en realidad se trata de un monstruo lúcido y sofisticado que sufre en su desgracia causada por la negligencia y el desprecio de su creador. Es posible que la figura del monstruo despierte más miedo del que debiese como resultado de las clásicas interpretaciones o lecturas incompletas sobre su conformación. Sin ir más lejos, la idea del típico monstruo aterrador, relacionado al invento de Víctor Frankenstein, se basa en gran medida en los conceptos de lo grotesco, lo horrendo y lo sin gracia. Es monstruoso porque no es bello, es maligno porque es feo, pero en realidad, lo monstruoso de la criatura radica en que se ha vuelto miserable porque ha sido condenado a la marginalidad: “Yo era generoso y bueno y la desgracia me convirtió en un monstruo” (184). Lo monstruoso radica entonces en una sociedad incapaz de reconocer virtud alguna en lo distinto.

Esa perspectiva lleva a pensar que, más allá de las ideas sobre las dimensiones éticas y morales ligadas al progreso de la ciencia y de la tecnología, de lo que podría desprenderse una especie de advertencia o llamado a ser responsables a la hora de avanzar en el trabajo científico futuro, lo que por cierto también es una idea muy vigente considerando los avances de la ingeniería celular o de la inteligencia artificial, la obra de Mary Shelley debe su vigencia a que la sociedad capitalista, dentro de la cual vivimos inevitablemente inmersos, no deja de funcionar con esa lógica negligente de lo descartable. Las sociedades contemporáneas se sostienen bajo esa incesante máquina del hacer sin responsabilidad, una lógica del abandono que no se detiene y que puede leerse cotidianamente en la forma en que los Estados se relacionan con sus pueblos.


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La vigencia de Frankenstein o el moderno Prometeo, dos siglos después de su publicación, radica en su visión sociológica; en la idea de que el monstruo no nace tal, sino que lo hacen. La idea del creador, del hacedor, no solo está relacionada con el hecho de otorgar la vida, sino también con el hecho de arruinar una existencia empujándola a un extremo de miseria tan insostenible que la rebelión de lo creado se instala como un acto inevitable y funesto: “Créeme, Frankenstein: yo era bondadoso. La humanidad y el amor de mi alma iluminaban todo mi ser, pero, ¿acaso no estoy ahora solo, miserablemente solo? Si tú, que eres mi creador, reniegas de mí, ¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que nada me deben? (…) Apiádate de mí y no me desprecies” (185).

Cabe preguntarse qué tan alejados del creador o de la criatura nos encontramos en pleno 2018 y cómo lo monstruoso habita nuestras existencias de forma cotidiana, pues probablemente todos tuvimos algo que reflexionar al respecto mientras nos tocaban el timbre para exigir “dulce o travesura”: “Yo deseaba encontrar amor y amistad, y en cambio solo he recibido desprecio. ¿Acaso no era injusto? ¿Soy yo el único criminal cuando la humanidad entera pecó contra mí?” (327).

(*) Licenciada en Lengua y Literatura y Magíster en Literatura Latinoamericana (UAH). Actualmente, es Coordinadora Académica del Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales. Fan del género de terror en todas sus formas.

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