Por Benjamín Cruz Pacheco (*) | Imagen principal: Zancada.cl
Imagine, si puede, la siguiente escena: en una amplia sala de redacción en la que todos los cubículos están vacíos, solo hay una mesa central donde se está desarrollando una reunión de pauta. En ella se encuentran Iván Valenzuela, quien esta revisando una pila de textos, de los cuales selecciona algunos pocos y luego trata de organizarlos espacialmente en una página; Felipe Bianchi, corrigiendo los escritos y tomándose la cabeza mientras se pregunta cómo es posible que los artículos no cuenten con más fuentes; Alberto Fuguet, quien desde un costado aprecia las figuras literarias de las piezas, pero está un tanto decepcionado ante la cantidad de reiteraciones; y en la cabecera del mesón preside el trabajo María Olga Delpiano, intentando dar sentido a todo el material que se reúne en las páginas.
Mientras tanto, más de 60 jóvenes escolares y universitarios saltan y se agrupan alrededor de la mesa central, alzan la voz tratando de dar su opinión respecto a las decisiones que se toman y esperan expectantes que el trabajo que han enviado sea escogido para aparecer este viernes en las páginas finales de la revista Wikén. Esto que imaginas, querido lector, está pasando en 1991, y esta es la Zona de Contacto.
Por supuesto, la escena no es tan caótica una vez que se traslada de la imaginación a la realidad. Las dependencias de Santa María 5542 no fueron invadidas por decenas de escolares aficionados a la lectura, pero sí fueron el nido de un proyecto periodístico que buscaba romper prejuicios generacionales y que usó métodos poco convencionales para lograrlo.
—El lector de El Mercurio estaba envejeciendo notablemente y yo sentía que era indispensable hacer algo para atraer a los jóvenes a la lectura del diario. Corrían los años en que se empezaba a etiquetar a los jóvenes que no estaban “ni ahí”, que nada les interesaba —cuenta María Olga Delpiano, quien dirigía la revista Wikén en ese tiempo y estuvo a cargo de la creación de la sección juvenil—. Nuestra propuesta fue generar un espacio que les resultara verdaderamente atrayente y, para lograrlo, debía ser escrito por jóvenes, no por adultos que intentaran interpretarlos, porque eso jamás se logra.
Esta metodología, que buscaba traer sangre nueva al oficio periodístico, fue el aspecto más innovador de la Zona, que gracias al influjo juvenil puso desarrollar un estilo propio y muy característico.
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Se hizo una convocatoria abierta a la que asistieron cientos de postulantes, quienes luego eran citados a quizás la reunión mas peculiar que se haya presenciado en la confección de un producto mercurial. Delpiano e Iván Valenzuela se reunían con ellos en una discoteque abandonada (“No me acuerdo como se llamaba, pero quedaba en Apoquindo”, aclara María Olga, un poco decepcionada) y luego les exigían que se inscribieran en uno de los dos talleres que impartirían en el diario: uno literario, dictado por Alberto Fuguet, y otro periodístico, dictado por Felipe Bianchi. En esos talleres se consolidó el estilo de la revista, gracias al input creativo de los alumnos.
Las primeras palabras de la Zona de Contacto son tal vez las que describen su impronta: “Un enjuto y bigotudo ser colonial dijo por ahí una vez que la muerte menos temida da más vida. Lo sé, esto no tiene nada que ver con nuestra flamante nueva sección, pero sonaba rebonito para empezar”. Así parte la primera edición, con un editorial (a veces llamado “declaración de principios”) en su portada junto a una fotografía de un grupo de escolares y universitarios que conforman el equipo inicial. En esa misma portada, en la esquina superior derecha, junto a una fotografía de James Dean, hay un llamado a la acción: “Si quieres formarte parte del equipo de la Zona, comunícate con tu centro de alumnos y postula como corresponsal”. Así es como la revista se refería a sus periodistas escolares, sus “corresponsales”, aunque no eran enviados especiales a ningún lugar: eran más bien corresponsales generacionales, jóvenes haciendo un trabajo de periodismo desde la perspectiva de la juventud, rompiendo los esquemas clásicos de El Mercurio.
—Yo sabía que el talento juvenil no se había extinguido. No es que estuvieran “ni ahí”. Solo no se había explorado lo suficiente —dice Delpiano.

Sin embargo, la lectura de Delpiano no fue absolutamente correcta. Si bien la revista intentó cubrir temas de contingencia y actualidad en sus inicios, muy pronto se hizo palpable que lo que sus corresponsales querían era simplemente escribir, aportar con piezas creativas, y que su público buscaba leer sobre las vivencias y emociones propias de la juventud.
—La idea era hacer periodismo, por eso teníamos corresponsales en los colegios y universidades, pero al poco andar nos dimos cuenta de que eso no funcionaba —recuerda Iván Valenzuela, quien editaba la revista en sus inicios—. Ellos no entendían muy bien lo que era noticia, ni lo que podía ser interesante como noticia. Lo que más nos llegaba, y lo mas llamativo, eran cuentos de ficción, así que decidimos darles el espacio.
Un paseo por las primeras ediciones de la Zona da cuenta de este cambio en su foco. Mientras el artículo más prominente de la edición del 31 de mayo de 1991 trata sobre la opinión de los jóvenes de Chile respecto al divorcio (tema que tuvo una breve discusión parlamentaria por esas fechas, 13 años antes de que la ley se promulgara), la edición del 20 de diciembre de ese año se centra en distintas crónicas vivenciales del estrés producido por las compras navideñas.
En dicho número también se nota la prevalencia de una sección relativamente nueva por esos días, pero que terminaría siendo uno de los elementos mas populares de la revista: la Zona de Confianza. Era un espacio de más o menos un tercio de página en el que se publicaban algunas cartas, reflexiones y piezas literarias que abordaban la intimidad en la vida de los jóvenes que escribían a la revista, algunas veces firmadas por anónimos. A menudo, el protagonista era el romance. Cabe destacar, sin embargo, que la sección de servicios, llamada “Línea directa”, que en su mayoría anunciaba fiestas y eventos organizados por centros de alumnos, se mantuvo impertérrita a lo largo de esta transición.

Lectores y autores
La relación que tenía la Zona con su audiencia era esencial para el desarrollo de su trabajo, ya que los mismos lectores se convertían en sus autores. El público al que apuntaba la publicación era el mismo que respondía a su llamado a la acción, ese que acompañaba a James Dean en la primera edición. Por lo mismo, fue decisivo que los adultos responsables del producto confiaran en su neófito equipo.
—Todo el éxito de la Zona, pienso yo, radicó en que supimos escuchar a nuestros colaboradores/estudiantes y creer en ellos —explica Delpiano—. Fue en los talleres donde se fue puliendo el estilo, en el trabajo intenso, no exento de discusiones y polémicas.
Estos talleres, el literario de Alberto Fuguet y el periodístico de Felipe Bianchi, son un elemento decisivo en el desarrollo de la revista, no solo porque era donde entrenaban los jóvenes del equipo, sino también porque se convirtieron en un centro de ejercicio creativo con resultados que influyeron a toda una generación y que hoy son reconocidos y estudiados.

Cristian Opazo, académico del departamento de literatura de la facultad de Letras UC, y amigo de Fuguet, comenta:
—Estos talleres, donde se encontraron jóvenes de distintos lugares de Santiago, exploraban las relaciones entre literatura y periodismo. Fueron un lugar de formación no solo de grandes autores, sino también de una pluma muy particular que marcó gran parte de la literatura chilena posterior.
Opazo se refiere a quienes, luego de su participación en la revista, se convertirían en importantes creadores de todo tipo de productos culturales, como los escritores Rafael Gumucio, Hernán Rodríguez Matte y Pablo Illanes, entre muchos otros. Valenzuela concuerda con el académico. El exeditor dice que “fue un lugar de aprendizaje para muchos periodistas y mucha gente, pero fue principalmente un semillero creativo de narración”.
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Uno de los grandes aportes que se le atribuye a la Zona, más que revindicar a los jóvenes que supuestamente “no estaban ni ahí” y entrenar a personas que luego saltarían a la fama con su propio trabajo, es quizás el más difícil de demostrar: renovó el lenguaje periodístico. Delpiano sentencia:
—La Zona de Contacto trajo un cambio sustancial en el lenguaje de la comunicación periodística. El hablar cotidiano que se usaba en la Zona fue demostrando ser mucho más eficiente que el engolado que se usaba hasta entonces y paulatinamente fue permeando hacia otros medios.
No parece estar muy equivocada. Opazo, al menos, le encuentra la razón:
—De la mano de los talleres, de este semillero creativo de personalidades, hubo también una revolución lingüística en la prensa al acercarse a la literatura. La tele ya estaba en el living de la casa; ahora le tocaba al diario acercarse más al lenguaje común de la gente.

(*) Licenciado en Artes y Humanidades y Magíster en Periodismo Escrito (PUC).