Por qué leer los clásicos

Por Ignacio Álvarez Arenas (*) | Foto principal: Nicolás Lazo

Antes de empezar, dos postulados y un axioma.

Menos dos. Llamemos al primero “Postulado de Walter Benjamin”: la literatura encuentra su sentido en la transmisión de una experiencia. En la transmisión (imposible) de una experiencia (perdida). No querría ni podría ir más atrás.

Menos uno. El “Postulado de Fredric Jameson”: todo texto literario representa la solución imaginaria a un problema real, incluso cuando el texto no sabe que lo hace, incluso cuando se presenta como un retrato fiel a la realidad, incluso cuando se considera un texto de fantasía.

Cero. El Axioma de Bartleby: nadie está obligado a leer los clásicos. No haberlos leído, no leerlos y no querer leerlos es un derecho humano fundamental. Ante los clásicos todos pueden decir, como el escribano de Wall Street, “preferiría que no”.

Ahora sí: ¿por qué leer los clásicos?

Uno. Leer los clásicos, en primerísimo lugar, por curiosidad. Para enterarse de lo que tanto comenta la gente que los ha leído y los encuentra valiosos. Gente que es, por otro lado, bastante interesante por derecho propio. Mi profesor de Castellano, por ejemplo, que no paraba de transmitir sobre Dostoyevski y sobre Borges. Y luego Borges y Calvino, que no paraban de transmitir sobre el autor de los Eddas o José Hernández o James Joyce. Y luego Ibsen y Victor Hugo, que hablaban de Shakespeare o Chrétien de Troyes. Y Chrétien, que citaba a Virgilio. Y Virgilio, que no olvidó nunca a su Homero. De copuchento, en resumen. De puro metido.

Dos. Si toda literatura transmite una experiencia (con todas las dificultades que ya apunté en el “Postulado Walter Benjamin”), entonces los clásicos son el conjunto de libros en los que se cristaliza una experiencia que alguna vez consideramos valiosa. Lo pongo de otra manera: si los clásicos son los libros que quisimos conservar o que las generaciones del pasado quisieron conservar, entonces no solo representan una selección estética. Hay también una forma decantada de selección humana, aunque me gustaría que hubiera otra palabra para eso que, como especie, nos ocurre una y otra vez, una y otra vez de manera diferente. Los clásicos como el repositorio de nuestro paso por la tierra: si mañana se acabara la especie humana, los clásicos podrían indicarle al hipotético estudioso del futuro qué fue lo que más nos importó. El amor. La infelicidad. La violencia. La aventura moderna.

Tres. Leer los clásicos como una caja de herramientas. Esos textos que nuestras tradiciones han terminado por conservar, como dice el “Postulado de Fredric Jameson”, representan la solución imaginaria a nuestros problemas reales. En su calidad de creaciones, constituyen un museo de lo mejor que hemos ideado desde que aprendimos a conservar la palabra. Por ejemplo: ¿cómo es la conciencia de una persona? El amplio, luminoso y elegante discurso de Homero y el flujo apretado y constante de la corriente de la conciencia joyceana son dos respuestas, entre muchas otras posibles. Los clásicos como un elenco de soluciones históricas a los problemas de siempre. Como caja de herramientas siempre a nuestra disposición.

Artiom Vallat vía Unsplash.

Cuatro. Leer los clásicos como nuestra mejor conexión con el pasado. Conocer el pasado es imposible, es mejor asumirlo desde el principio. Excepto que un libro es el pasado, sin ningún tipo de mediación. En nuestra cabeza se forman las mismas palabras que se formaron en la cabeza de Alberto Blest Gana. Las mismas, sin pérdida. Leer los clásicos es la mejor forma de vivir un rato en el pasado sin ser historiador. La biblioteca como una casa de fantasmas parlantes. Como en todo, hay una trampa: los clásicos son un invento del presente. Cada presente sucesivo tiene sus clásicos, cada época esconde unos libros y pone a la vista otros. Son nuestra mejor forma de conexión con el pasado, pero conocer el pasado es imposible.

Cinco. Leer los clásicos porque su lectura nos hace parte de una comunidad. No hay grupo humano que no tenga su estantería de narraciones ineludibles. No solo las naciones, no solo América Latina, no solo la Romania, no solo Occidente. Incluso cada familia tiene sus libros favoritos y transmite su gusto a los hijos que, da lo mismo, los aman o los detestan. Leer los clásicos para mandar a la concha de la lora a Occidente, a la Romania, a los latinoamericanos, a los chilenos, a mis hermanos. Leer los clásicos para pertenecer y para renunciar a las comunidades.

Último. Salir de los clásicos. Leer lo nuevo, leer lo lateral, lo olvidado, lo extranjero. Para volver a los clásicos, claro, para volver a salir de ellos. Quedarse en el mero margen puede ser tan aburrido como leer solamente los clásicos.

(*) Doctor en Literatura (PUC) y académico del Departamento de Literatura de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.

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