El 15M diez años después

Por Clara González Martínez (*)

“La brecha entre los más pobres y los más ricos nunca ha sido tan grande, ni la búsqueda del dinero tan apasionada. El motivo principal de la resistencia era la indignación. (…) Nosotros les decimos: tomad el relevo, ¡indignaos! Los responsables políticos, económicos e intelectuales, y el conjunto de la sociedad, no deben dimitir ni dejarse impresionar por la actual dictadura de los mercados financieros que amenaza la paz y la democracia”, escribió Stéphane Hessel en su célebre manifiesto ¡Indignaos!, publicado en Francia a fines de 2010. “Os deseo a todos, a cada uno de vosotros, que tengáis vuestro motivo de indignación”, interpelaba a los jóvenes aquel librito escrito por un diplomático francés que había resistido la ocupación nazi y cuya versión en español estaba prologada por el humanista José Luis Sampedro.

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En pocos meses, aquel panfleto de poco más de 30 páginas empezó a correr como la pólvora por las librerías, facultades y quioscos de toda España. Para el Día del Libro del año siguiente, ¡Indignaos! ya arrasaba entre los más vendidos.

Era la primavera de 2011 y todo apuntaba a que ese iba a ser un año caliente: las calles bullían en Túnez, Argelia, Egipto, Yemen, Libia, Siria… Las multitudinarias protestas de ciudadanos cansados de sus gobiernos corruptos rápidamente derivaron en revueltas de diversa índole, campamentos de protesta en las plazas, jóvenes desesperados quemándose a lo bonzo, dictadores fugados y presidentes derrocados.

¡Indignaos!, de Stéphane Hessel, corrió como la pólvora por librerías, facultades y quioscos de toda España . | Destino.

Mientras la Primavera Árabe avanzaba descontrolada por el norte de África, en Europa se descontrolaban los índices de desigualdad. La crisis económica de 2008, inaugurada con la caída de Lehman Brothers en Estados Unidos, se empezaba a sentir tres años después, con toda su crudeza, en el sur del viejo continente. En España, donde la especulación inmobiliaria había sido uno de los ejes del modelo de crecimiento, la burbuja del ladrillo estalló, lo que generó una crisis social sin precedentes. “Ni casas sin gente, ni gente sin casas”, se empezaba a escuchar a modo de consigna entre grupos de vecinos articulados en sus barrios a través de organizaciones como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.

Estábamos enlodados en una crisis, financiera en su origen, que se estaba cebando especialmente con los jóvenes; una crisis que nos dejaba la tasa de desempleo juvenil más alta de toda Europa: 40% en un país que ya superaba los cinco millones de personas sin trabajo. Bajo el paradigma de las recetas de austeridad y los recortes sociales impulsados por distintos gobiernos, el frío se hacía insoportable. La generación mejor preparada, la que había podido acceder a una educación pública de calidad, la que tenía entre sus manos títulos universitarios, másters y hasta doctorados, ahí estaba: sin empleo, sin casa y sin un horizonte de vida, renunciando a sus sueños.

Algunos decidieron buscar en el extranjero el futuro que España les negaba. “No nos vamos, nos echan”, decían estos nuevos emigrantes universitarios que, en alusión al color del pasaporte español, se articulaban como un movimiento llamado Marea Granate. Y no sería la única marea ciudadana: al calor de los recortes en educación, enseguida apareció la Marea Verde, con el fin de proteger la escuela pública, y la Marea Blanca, conformada por profesionales de la sanidad pública que se defendían a duras penas de las dentelladas de la austeridad.

Manifestaciones en las calles de Valencia, España, en octubre de 2011. | iStock.

En medio de un clima de incertidumbre y desasosiego, aquella primavera había elecciones municipales programadas para el 22 de mayo. Se trataba de una cita electoral que a los jóvenes nos parecía en vano; presentíamos que nuevamente el bipartidismo nos dejaría excluidos en esa farsa de la democracia. “¡Que no, que no, que no nos representan!”, se empezó a leer por las redes sociales bajo el hashtag #DemocraciaRealYa. “¡Somos la generación sin trabajo, sin techo, sin miedo!”, decían desde un movimiento que se hacía llamar Juventud sin Futuro. Plataformas, movimientos, mareas ciudadanas y apartidistas que surgían por acá y por allá iban esparciendo a través de Twitter y Facebook un mensaje de indignación de cara a las elecciones que estaban por celebrarse.

El llamado era a marchar en todas las ciudades contra los recortes y la austeridad. Queríamos apuntar con el dedo a los empresarios y a los políticos corruptos. Teníamos que plantar cara ante tanta injusticia y dejar claro que no estábamos dispuestos a pagar su crisis. ¡Estábamos indignados! Y de repente, el 15 de mayo, ahí estábamos, en más de 50 ciudades de todo el país, decenas de miles de ciudadanos indignados exigiendo recomponer lo que nos habían roto. Por primera vez nos mirábamos todos a los ojos. Cargábamos nuestras consignas y nuestros pesares, que eran los mismos y que al ser compartidos parecían menos dolorosos. Éramos miles con el mismo sentimiento de hartazgo. Aunque aquellas manifestaciones fueron disueltas por la policía, algo había cambiado.

Al día siguiente, nos volveríamos a encontrar. Y al siguiente, y al siguiente, durante semanas. El trabajo iba a ser inmenso y no teníamos tiempo que perder. Los indignados brotábamos por todas partes en asambleas que rápidamente se convertían en acampadas, y donde los acuerdos se tomaban por consenso a través de una marea de manos que se agitaban silenciosamente porque la protesta era pacífica. Funcionaban a través de comisiones económicas, legales, de comunicación y de vivienda. Todos teníamos algo que aportar. Nos habíamos dado a la tarea impostergable de cambiar las cosas y durante unos meses parecía que estábamos bien encaminados.

Después llegó el verano y la ebullición inicial acabó evaporándose. Estábamos agotados y, de cierta manera, el movimiento ya no daba más: se necesitaba otro tipo de estructura, más eficaz y orgánica. Llegado el ocaso de las acampadas, un grupo de activistas —en su mayoría intelectuales vinculados con la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid— aparentemente inspirados por la política latinoamericana dieron el asalto a las instituciones. Para muchos, aquello suponía el punto final del movimiento 15M. “Los cielos no se toman por consenso, se toman por asalto”, repetía Pablo Iglesias mientras constituía su partido, Podemos.

Pablo Iglesias, cofundador y líder histórico de Podemos. | Reuters.

Desde 2019, Podemos es parte del gobierno de coalición junto al tradicional Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en un Ejecutivo que se ha propuesto avanzar en derechos laborales y sociales, y cuyo mayor logro ha sido aprobar unos Presupuestos Generales de marcado carácter redistributivo, con fuertes inversiones en salud, educación y pensiones, e impuestos al patrimonio de las grandes fortunas. Hace casi tres semanas, Pablo Iglesias abandonó todos sus cargos políticos tras su escandalosa derrota en las elecciones de la Comunidad de Madrid, arrastrando al partido heredero del 15M hacia un futuro incierto. A una década exacta de aquella primavera, pareciera que la indignación sigue siendo el motivo de la resistencia.

(*) Abogada (Universidad de Salamanca) y Magíster en Periodismo (PUC). Colabora en la edición chilena de Le Monde Diplomatique.

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