Muertos, memorias y milanesas

Por Roberto Herrscher (*)

1. Regreso a mi peor noche

El 12 de junio la guerra ya estaba perdida. Los destructores británicos bombardeaban día y noche las posiciones y los aguerridos soldados atacantes avanzaban hacia las montañas que rodeaban Puerto Argentino: Longdon, Kent, Dos Hermanas, donde pronto se desencadenarían los más terribles combates de la guerra. Desde el desembarco en San Carlos el 21 de mayo, la guerra no fue más que un rápido avance inglés y un lento repliegue argentino. Faltaba todavía el último horror y el ambiente era negro y desesperanzado.

Tardé 24 años en poder escribir la historia de mi guerra. Primero estaba demasiado furioso. Me sentía como el personaje de un poema de Sigfried Sassoon, uno de los poetas alucinados de la Primera Guerra Mundial. En su poema, los soldados desfilan tras la victoria ante un pueblo feliz con banderitas y niños sobre los hombros de sus padres. Y en un momento, los soldados ponen rodilla en tierra, amartillan, apuntan y disparan contra ese pueblo que los había enviado alegremente a matar y morir. Así me sentía yo. Pero nosotros ni siquiera tuvimos desfile, ni bienvenida, ni nada. Habíamos perdido. Éramos unos pobres apestados.

Después pasaron unos años en que traté de olvidarme de la guerra. Estuve demasiado ocupado en vivir. Trabajé como periodista especializado en medioambiente en Costa Rica, estudié en la Universidad de Columbia en Nueva York, fundé un máster en periodismo en Barcelona. Pero la guerra no me dejaba en paz. Cada semana había algo que me hacía acordar de los bombardeos, de los muertos, de las noches de guardia a bordo del barquito donde pasé la mayor parte de la guerra, un velero de madera llamado Penélope. Salía a la calle y la guerra me cabalgaba en el pecho. Podía ser el olor a pan recién horneado, una adolescente con pantalones de camuflaje o los petardos de año nuevo. Solo una cosa no hay, dice Borges. Es el olvido.  

Y entonces, un día mi hijo José Pablo comenzó a hacerme preguntas. Quería entender cómo era eso de que su papá había peleado en una guerra. Y entonces me escribieron mis excompañeros del Penélope. El barquito no se había hundido en el olvido sino que seguía navegando. Y se acercaba el 25° aniversario de la guerra. Y yo me estaba empezando a poner viejo y canoso.

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Entonces me puse a buscar a todos mis compañeros, los otros seis tripulantes de esa goleta de 16 metros de eslora que varias veces se salvó de milagro de no terminar en el fondo del mar. Y viajé de vuelta a las Malvinas. Y tomé un avión a Alemania a reencontrarme con la goleta, mi útero de madera, que mientras tanto había vuelto al puerto de donde había salido en 1927. Y en todos esos viajes fui descubriendo que la historia que quería contar no era la mía, no eran unas memorias de guerra lo que yo tenía que escribir, sino la historia de los otros.

2. John recuera su noche peor

La noche del 11 al 12 de junio de 1982, la más espantosa de la guerra, cayó por error un misil británico en la casa de un maestro inglés que llevaba más de una década en las islas, donde un grupo de isleños se refugiaba, precisamente porque era la más sólida y segura.

Entre los habituales que dormían en casa de John desde el comienzo del conflicto estaban Sue, Doreen, su hija Cheryl, quien sufría una severa discapacidad mental, la anciana Mary y su hija Laurie. Veronica, la esposa de John, acababa de parir al segundo hijo de la pareja. Todos estaban nerviosos: los combates se acercaban a lo que nosotros, sus invasores, llamábamos Puerto Argentino.    

Muchos años después, Fowler publicó sus memorias. El libro se llama 1982. Días difíciles en las Malvinas. La historia que cuenta John, su punto de vista y su mirada, cambiaron mi visión de mi guerra para siempre. 

Yo había pasado varias semanas rellenando, frenético, los alféizares con material calculado para absorber el impacto de las balas, pues parecía inevitable que el avance de las tropas británicas terminara en enfrentamientos callejeros con los argentinos. De modo que sabía muy  bien que la cocina, ubicada del lado de donde provenía el bombardeo naval, no ofrecía protección alguna. Insté a todos a que tomaran su té en el adyacente dormitorio de Mary Goodwin, que por estar en medio de la casa siempre me había parecido el más seguro.

Portada del libro de John Fowler sobre su experiencia durante la guerra en Malvinas. | MercoPress

Cuán equivocado estaba. Con la calma y el sentido seco e inglés de profunda humanidad con el que está contado todo el libro, John cuenta que “cuando la bomba explotó, Laurie ya estaba en su cuarto, contiguo al de su madre. Steve estaba por salir al pasillo, y yo estaba casi completamente metido en el refugio, viendo cómo estaban los niños”.

“Entonces, todo se convirtió en ruido”.

La explosión destruyó la casa. Sue y Doreen murieron al instante; Mary, al llegar al hospital.

La última escena que relata John, antes de la llegada de la ambulancia, es tener que ir a despertar a Cheryl, cuya habitación, “como todas las de ese lado, estaba intacta. Cheryl era incapaz de hablar y del tamaño de una niña pequeña aunque tenía, creo, entre dieciocho y veinte años; estaba echada en la cama, completamente inconsciente de todo lo ocurrido y riendo suavemente para sí, como solía hacerlo”.

“Esperando que de un momento a otro cayese otra bomba y nos matara a todos, me arrojé sobre mis hijos para protegerlos. Al hacerlo, desperté a mi hija de dos años, que me preguntó con voz soñolienta: ‘¿Papi, hoy es un mal día?’”.

Parte de la prensa argentina contemporánea a la guerra intentó instalar un discurso triunfalista. | FilmAffinity.com

3. Encuentro en Port Stanley

“¡Que ricas estaban las milanesas!”, exclamó el hombretón barbudo y de ojos saltones, sonriendo con picardía.

“¿Que milanesas?”, balbuceé. Es cierto que ya había tomado un par de cervezas; lo que, para ellos, es apenas remojarse la garganta y para mí… Pero lo cierto es que no fue por la cerveza: la sorpresa por lo de las milanesas era absolutamente legítima. Yo acababa de conocerlo y le estaba contando cómo había sido mi viaje de regreso al escenario de la guerra y de mis pesadillas de excombatiente. Y de pronto, sin previo aviso, John Fowler me lanzó el elogio de aquellas milanesas.

Esto ocurrió en agosto de 2006. Yo acababa de llegar de vuelta a las Malvinas después de 24 años, y mi viaje era doble: por un lado, el de un excombatiente al lugar de sus pesadillas; por otro, el del autor de un proyecto que meses después se convertiría en Los viajes del Penélope.

Cuando lo conocí, John Fowler era el responsable del Departamento de Turismo del Gobierno de las islas, hablaba castellano muy bien y era una de las personas a las que, me habían dicho, no podía dejar de entrevistar. Nos caímos bien de inmediato, y le conté que en junio de 1982, cuando el Penélope volvió a Puerto Argentino, fuimos a dar a la casa del número 10 de John Street que, hasta el 2 de abril, ocupaba un funcionario colonial. También le conté que aquel día, mientras freíamos unas milanesas, oímos por radio la última arenga del general Menéndez, en la que declaraba que no nos rendiríamos nunca. Recuerdo la mirada que cruzamos mi compañero y yo: se combatiría casa por casa y era probable que él, yo y todos los demás muriéramos. Teníamos solo 19 años.

John, por su parte, me contó la historia de la bomba que explotó en su casa, con la misma tranquilidad con la que después la contaría en su libro. Hablábamos de la misma noche, de la misma guerra y de lo que habíamos sentido mientras estábamos a unas pocas cuadras de distancia uno del otro. Pero, aunque igual, su visión era distinta; porque también hablaba del miedo, el odio y el fastidio de unos isleños a quienes nosotros solo habíamos percibido como una boina en la cabeza y una expresión hosca en el rostro.

Y fue entonces cuando se produjo el pequeño milagro de las milanesas.

Las Islas Malvinas en mayo de 2020. | Vijay Chander vía Unsplash.

Cuando la casa de John quedó destruida,  el gobierno le asignó otra. Y fue así que, apenas unas horas después de que nosotros la dejáramos, John se mudó, con su familia, al número 10 de John Street y encontró, todavía en la heladera, nuestras milanesas.

“¡Y qué  ricas!”, volvió a decir aquella noche de 2006 mientras brindamos y celebrábamos la bendición de estar vivos.

4. Nuestra guerra: la traducción

Dos años después de mi viaje a Malvinas, John me escribió. Decía que había leído mi libro y que le había gustado la manera en que yo trataba de buscar algún valor positivo, algún significado y alguna ganancia en aquella guerra espantosa. Y, también, que le gustaría ayudar a que el libro se publicara en inglés. Esa misma semana, un editor de Tierra del Fuego se puso en contacto conmigo para decirme que estaba interesado en publicar el libro en ese idioma, pero que le faltaba un traductor.

John tradujo mi libro a ese inglés preciso, con giros arcaicos y algunas palabras fronterizas con el castellano que se usa en las Malvinas. Ese era el inglés que le cuadraba al libro; no uno de Londres, Nueva York o Melbourne, sino el inglés, barrido por el viento y golpeado por la soledad, que se habla en las islas.

Así suena el párrafo que cito al comienzo, traducido por John Fowler: On June 12th, the war was already lost. The British destroyers were bombarding our positions day and night and the battle-hardened attacking soldiers were advancing on the mountains that surrounded Stanley: Longdon, Kent and Two Sisters, where son they would be involved in the most terrible battles of the war.

John Fowler y Roberto Herrscher corrigiendo la traducción al inglés del libro Los viajes del Penélope, escrito por este último. | Archivo Roberto Herrscher.

Cuando terminó su labor, John y yo pasamos dos semanas juntos, en mi casa de Barcelona, dedicados a revisar y corregir el original. Durante aquellas dos semanas descubrí que, además de ser un excelente traductor, un editor sagaz y un compañero lleno de humanidad, John Fowler se convirtió en un gran amigo.

Una de aquellas noches, durante la cena, mi hijo le preguntó cómo había sido la guerra. Como respuesta, John le habló del bombardeo y de las mujeres que murieron en su casa. Mi hijo José Pablo lo escuchaba en silencio, rumiando cada una de sus palabras.

José Pablo creció oyendo mis historias de las Malvinas. Pero aquella vez fue distinto. Nuestros hijos son, también, chicos de la guerra. La historia que le contó John a mi hijo sirvió para que esa noche pudiéramos conocernos y entendernos un poco mejor.

5. Nuestra paz: el epílogo

Un par de años más tarde, John me envió por correo electrónico un manuscrito. Era su propio relato de la guerra, 1982. Días difíciles en las Malvinas. Era la aventura de un maestro cuyas islas lejanas son invadidas por el temible ejército de una de las dictaduras más feroces. Un hombre que lucha contra su natural instinto de desear la muerte a los soldados enemigos. Un hombre íntegro.

Lo leí de un tirón. Era como escuchar a John, con esa voz gruesa y cantarina y el tono justo, entre la franqueza que desarma y la ironía que hace sonreír. Porque la prosa de John es irónica, aunque sin ninguna malicia; inteligente, sin que se note, y tan humilde que ni siquiera se permite que su humildad sea vista como una virtud.


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Le dije que me gustaría mucho participar en la publicación de su libro en castellano. Mis compatriotas debían conocer a John Fowler y su historia, tan alejada de las arengas patrioteras de ambos bandos, de todos los bandos.

Mientras tanto, en mi investigación sobre Malvinas había conocido a un exquisito y cultísimo historiador argentino, Federico Lorenz, autor del libro más impotante sobre la relación de la sociedad argentina con las trágicas islas australes, Los mitos de Malvinas.

Después de tantas lecturas y pesadillas, finalmente Lorenz viajó a las Malvinas, conoció a John, también se hizo su amigo y se empeñó en publicar su libro en castellano. A fines de 2013, las memorias de Fowler fueron publicadas con un prólogo de Lorenz. Yo les propuse escribir un epílogo.

“Leer a John es escuchar a un hombre sencillo y sabio”,  escribo en las últimas páginas de su libro, “que conversa en un pub en el que la música suena un poco —apenas— más fuerte de lo necesario. Porque para oírlo, es preciso prestar atención pero, a la vez, bastan las primeras palabras para que esa atención esté garantizada”.

La noche aciaga del 12 de junio de 1982 estábamos a pocos metros de distancia, aunque no nos conocíamos ni sospechábamos de la existencia del otro. La bomba le tocó a él. Hoy estamos a miles de kilómetros, él en su casa de Port Stanley y yo en mi casa en Santiago de Chile. Pero siento que después de conversar, escucharnos y leernos tanto, John Fowler es el amigo que quisiera tener a mi lado cuando nos llamen a filas para la próxima guerra.

(*) Periodista y profesor argentino. Este texto se publicó originalmente en 2014 en la revista digital española Estado Mental.

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